ANTONIO RIVERA-El Correo
- Presentar la realidad en términos de estereotipos dicotómicos convierte la política en competición de enemigos. A eso juega el populismo derechista
Y liberalismo también es libertad. Y nacionalismo. Lo fueron cuando uno y otro contribuyeron a forjar la realidad política que vivimos los ciudadanos contemporáneos, cuando demolieron el Antiguo Régimen de privilegio y desigualdad extremas. Luego los dos también han tenido sus momentos de oprobio, alimentando extremos excluyentes y hasta criminales, o levantando bandera del sálvese quien pueda individualista. El mismo socialismo llevó a la universalización de la educación y de la sanidad en este país o a experiencias totalitarias en otros. Presentar la realidad en términos de estereotipos dicotómicos es un truco perverso porque estiliza las alternativas y convierte la política en competición de enemigos. A eso juega el populismo, aquí en su versión derechista, émulos todos de Trump, con esta replicante de aquella Sarah Palin y su Tea Party.
Lo primero, por eso, es cambiar el marco mental, eso que llaman el ‘frame’, las formas de la ventana por la que nos asomamos a la realidad, por la que tratamos de entenderla. La réplica madrileña (y española) del movimiento sísmico murciano entretendrá a los entretenidos, pero incrementa la toxicidad y la peligrosidad de la situación del país en plena lucha contra la pandemia. No tiene nada de estimulante ver debatirse a una mujer aupada por la estulticia propia y por el drama de la crisis general, y por asesores cainitas, como si fuera un espectáculo más. Su éxito o su fracaso personal no nos aportan nada. El colectivo, pase lo que pase, no hace sino alejar a su partido de los espacios del posible entendimiento con los demás. La autoinmolación de Ciudadanos como opción centrada y multiusos en un juego político dinámico y transversal -¡qué histórico derroche de energías y expectativas el de este partido!- condena al PP al extremismo, lo mismo da que reclute las fuerzas necesarias para gobernar por sí solo o que lo haga con su ya única opción, Vox. La formulación del lema de campaña, con aroma castrista pero del revés, anuncia esa intención de rebañar en el pozo de los reaccionarios, de los encanallados o de los decepcionados con todo. Un viaje inútil, de escaso recorrido, que devuelve a la derecha patria al previo del alabado discurso de Casado rechazando la moción de censura de Abascal. Y, además, que lo hace mediante un territorialismo nefasto, cuyas hieles sectarias conocemos del secesionismo catalán y que ahora trata de explotar su candidata, enfundada en la bandera de Madrid -y España, porque todo es una misma cosa para ella-, apropiándose de toda la región, borrando con el trazo grueso de su simplismo la pluralidad ciudadana que el lugar posee.
Y ni siquiera a las izquierdas les favorece más este tiro en el pie de sus oponentes. Primero, porque pasa en Madrid, donde esa cultura política ha hecho exhibición impúdica durante decenios de división e incapacidad irresponsables. Además, porque les pilla con el paso cambiado, sin referentes sólidos para enfrentarse a quien ha hecho causa y motivo de éxito de políticas extravagantes, de confrontación e incluso antiilustradas. Y tercero, porque la posible recuperación de Ciudadanos para la política nacional -si no se desploma con estrépito a la corta- llega demasiado tarde y con las fuerzas mermadas, sin opción para que Sánchez cambie de caballo si esa cohabitación gubernamental con Podemos resulta todavía más insufrible e ineficaz, incluso insostenible. Volver ahora a la situación de hace un lustro, cuando por momentos se visualizó una posible alternativa entre Sánchez, Rivera e Iglesias, resulta un ‘wishful thinking’ (una ilusión) casi infantil.
Es temprano todavía para imaginar qué pueda pasar. Incluso hay demasiadas pistas en el escenario para que solo pase una cosa. De momento, solo se avizora un ganador parcial, que no es otro sino Vox: las tres plazas le son propicias (Murcia, Madrid y Castilla y León), el desangre de Ciudadanos se ha visto que opera también en su favor y cualquier resultado final le sitúa como imprescindible para cualquier maniobra de la derecha. El riesgo que ello entraña para este sector político es enorme, por más que pudiera consolarse el PP con un mediano resultado a costa de su flanco más moderado. La derecha deslenguada, beligerante y dura de Aznar, Cayetana y Miguel Ángel Rodríguez, la que llegó a España un cuarto de siglo después de la ‘revolución conservadora’ de Thatcher y Reagan, y la que en parte revive en los últimos años con el populismo reaccionario, es la que puede ganar en este cuarto a espadas. Casado debería estar preocupado. Enfrente, Sánchez se echa a la espalda otra situación imposible, de esas que parecen estimular su ingenio (y el de su Iván Redondo), para sortearla en solitario y seguir sobreviviendo, más allá del Gobierno, de su partido y hasta del propio país. Mientras, la vida sigue, la pandemia está en el instante crítico y la recuperación económica confiando en los amplios consensos.