A los partidos nacionalistas que aspiran a obtener los votos de Batasuna les debiera interesar más que a nadie que el final de ETA se produjera con una clara derrota política y social, y no mediante un espejismo que les permita capitalizar el final de las armas. Sería la única forma de evitar quedar laminados.
Hasta finales de los años ochenta funcionó en el País Vasco el mecanismo de la ‘solidaridad antirrepresiva’. Muchas personas ajenas a ETA y a su entorno político daban respaldo a estas organizaciones, en parte por una inercia procedente de tiempos del franquismo y en parte porque las actuaciones policiales indiscriminadas generaban malestar en sectores amplios de la sociedad.
A medida que la acción policial se hizo selectiva y limitada al círculo estrecho de los terroristas, ese fenómeno solidario se fue diluyendo. La sociedad dejó abandonados a su suerte a los etarras y a quienes les apoyaban. Las recientes palabras de Tasio Erkizia acreditan el sentimiento de soledad de la izquierda abertzale: «Nunca hubiéramos creído que con tanta ilegalización, con más de 700 presos y con las direcciones políticas constantemente agredidas y en la cárcel, la sociedad mirara para otra parte».
Para romper con esa soledad, ETA y su entorno se propusieron volver a recuperar un amplio apoyo político y social «contra la represión». Algunos partidos democráticos como EA y Aralar se han sumado a la plataforma que convocó la manifestación del pasado sábado prohibida por los tribunales, mientras el PNV se ha distanciado de una operación que, en último término, sólo será capitalizada por los más radicales. ETA y su mundo han encontrado siempre en las movilizaciones callejeras el oxígeno que no les daban las urnas. En un momento de gran debilidad del conjunto de la izquierda abertzale, la movilización callejera supondría un respiro para ETA, que en sus documentos considera «clave» de cara a los próximos años articular un movimiento para «hacer frente a la estrategia de represión de los Estados».
EA ha alcanzado un acuerdo estratégico con Batasuna. Aralar mantiene sus distancias, aunque respalda algunas iniciativas como la plataforma encargada de la convocatoria de la manifestación. Los dos partidos son los de futuro más incierto si ETA, al terminar sus días, salva los muebles o consigue aparentar que los ha salvado y obtiene el agradecimiento electoral por dejar de matar. Existen algunos precedentes.
Las autonómicas de 1998, precedidas por una tregua de ETA, supusieron un éxito de la lista de Euskal Herritarrok, a costa de PNV y EA, al creer muchos votantes que el parón del terrorismo obedecía a los buenos oficios de HB. El éxito fue tal que obligó a EA y al PNV a presentarse luego en coalición para hacer frente a la amenaza electoral de Batasuna. En Irlanda del Norte, la paz trajo el triunfo de los más radicales de los dos bandos, de aquellos que más leña habían echado en la hoguera de la violencia durante los años del conflicto. Los demócratas moderados, fueran unionistas o republicanos, acabaron laminados en las urnas, que prefirieron premiar a los que dejaban de matar en vez de reconocer a los que nunca habían matado.
A los partidos del nacionalismo institucional que aspiran a obtener los votos de Batasuna les debiera interesar más que a nadie que el final de ETA se produjera con una clara derrota política y social, y no mediante un espejismo que les permita capitalizar el final de las armas. Sería la única forma de ampliar su espacio político y evitar quedar laminados.
Florencio Domínguez, EL CORREO, 14/9/2010