José María Ruiz Soroa-EL CORREO

  • En delitos sexuales, se trata de determinar si existió o no un consentimiento libre y válido, y en esa tarea la interpretación del juzgador será siempre determinante

En nuestra democracia, las leyes son esencialmente unas auténticas operaciones de imagen, diseñadas más pensando en sus efectos mediáticos e ideológicos y consiguientes rentas de imagen que en su exacta estructura y contenido normativo. De ahí los desajustes que a veces surgen entre lo proclamado y lo conseguido, eso que ahora se califica de «efectos indeseados» con un eufemismo parecido al de los ‘daños colaterales’ de las operaciones bélicas.

Parte muy importante del uso imaginativo de la legislación se centra en el nombre que se asigne a una nueva ley para la opinión pública. Esta es una batalla de gran relevancia, pues se trata de asentar en la sociedad una visión particular de la norma que la convierte en una proclama ideológica susceptible de empleo inmediato. Piénsese por ejemplo en el rédito político inconmensurable que consiguió la izquierda al popularizar e imponer el nombre de «ley mordaza» para la Ley de Seguridad Ciudadana de los conservadores. Esa denominación compone un signo que precalifica ya la ley sin necesidad de conocer su contenido y nos obliga a estar en su contra por la fuerza del lenguaje.

Bueno, pues el último invento semántico de esta fértil política simbólica es el de llamar ley del ‘solo sí es sí’ a la modificación del Código Penal que trae incorporada la Ley de Garantía Integral de la Libertad Sexual, que es como realmente se llama. Una denominación muy simple y llamativa que, ya de entrada, sugiere que hasta que ella llegó a nuestro arsenal jurídico el consentimiento de las víctimas era irrelevante para calificar las agresiones o abusos sexuales como delito y que poco menos se exigía a las víctimas una conducta heroica de oposición para probar su no consentimiento. Que hasta entonces un ‘no’ podía ser ‘sí’ para los tribunales. Lo cual es obviamente falso, pues el consentimiento ha estado en el centro de la tipificación de este tipo de delitos desde el pasado siglo.

Por otro lado, el nombre utilizado para lanzar la ley intenta hacer pasar por real y cierto su lema o signo; es decir, que a partir de ella toda relación sexual a la que la presunta víctima no haya consentido expresa y verbalmente con un ‘sí’ cae bajo el tipo de la agresión sexual en el grado que corresponda. Si no ha habido un ‘sí’, hay delito, ese es el lema. De otra forma expuesto, en toda relación sexual se presumiría la negativa inicial y categórica a ella de quien se presenta después como víctima y esa presunción solo se rompería demostrando que la víctima dijo ‘sí’. Y esto es más preocupante porque difunde en la opinión pública una falsa idea que puede provocar rechazo e indignación ante más que posibles casos futuros de relaciones discutidas en las que un tribunal afirmará que la presunta víctima consintió aunque no dijo nada. Algo que pasará, vaya si pasará.

Vayamos a la norma misma, no a su imagen, y comprobaremos que la nueva redacción del Código Penal no establece para nada que en las relaciones sexuales el consentimiento de la supuesta víctima solo pueda expresarse válidamente mediante un ‘sí’ verbal y explícito. Hasta ahí no ha llegado la estupidez jurídica con que se legisla últimamente. En la nueva norma, como es inevitable en buena técnica jurídica, el consentimiento puede ser silencioso, fundado en gestos, en una sonrisa, en un callar… Todo depende del contexto en que se produce y de la interpretación del juzgador. Porque lo que la ley dice es que «hay consentimiento cuando se haya manifestado libremente mediante actos que, en atención a las circunstancias del caso, expresen de manera clara la voluntad de la persona». Una definición que no tiene nada de especial y puede servir exactamente igual para definir el consentimiento en materia de contratos civiles o mercantiles. No dice que «solo hay consentimiento cuando se ha dicho ‘sí’», sino que permite deducirlo de la conducta de la alegada víctima, es decir, de sus actos (y el silencio o el gesto o la inacción son actos a interpretar), valorándolo según el contexto (y la conducta previa es parte del contexto), y siempre que suscite en quien enjuicia una suficiente claridad sobre su voluntad real. Vamos, para simplificar, que el sexo entre parejas que llevan años de matrimonio no es violación por mucho que no se musite ni palabra.

Y es que el problema del consentimiento en los delitos sexuales nunca ha sido uno de concepto, sino uno de prueba. De lo que se trata es de determinar en cada caso si existió o no uno libre y válido, y en esa tarea la interpretación del juzgador será siempre la determinante. Junto con el principio de presunción de inocencia, de manera que no cabe que se exija al acusado probar nada para quedar libre de castigo, sino que es a quien acusa a quien incumbe esa carga.

Aunque desmonte la ilusión con la que se ha construido la operación de imagen en este caso, lo cierto es que si la nueva norma hubiera omitido cualquier definición del consentimiento habría sido exactamente lo mismo. Y perdón por decirlo y arruinar la fiesta a tanta persona crédula.