Son de qué

ABC 19/07/15
IGNACIO CAMACHO

· La voluntad dialogante y el «son» pacífico de Artur Mas consistieron en presentarse ante el Rey sin silbato

LA penúltima vez que se vio con el Rey, el día de la pitada en la final de Copa, Artur Mas exhibió una sonrisa complaciente –incluso cómplice, puesto que se trataba de una ofensa y tal vez de un delito– ante el abucheo multitudinario a los símbolos de España. No era el mejor precedente para acudir «en son de paz» a La Zarzuela con un plan de secesión bajo el brazo; plan que por pacífico que resulte en su método no deja de constituir técnicamente un golpe de Estado civil. No un gol, como dice Oriol Junqueras, sino un gol… pe: una rebelión ilegal contra la Constitución que pretende saltar sobre el derecho vigente para imponer la ruptura de la nación española.

Hay, pues, algo que no cuadra en esa escena de supuesta normalidad democrática, tan poco normal que obligó a Felipe VI a subrayar su incomodidad institucional con un lenguaje no verbal de patente distanciamiento. El calculado gesto hierático, gélido, del monarca desmiente el

son cordial de una entrevista claramente inoportuna y enojosa más allá de las cortesías del protocolo, por más que el Gobierno tratase de minimizarla encajándola en el marco rutinario de una ronda de audiencias reales con los presidentes autonómicos. La diferencia esencial de esa cita de convencional apariencia, el hecho fehaciente que la convierte en anómala, consiste en que ninguno de los restantes virreyes territoriales convocados, ni el de Extremadura, ni el de Valencia, ni la de Andalucía ni la de Madrid, han acudido a la suya con un proyecto para separarse de España en un cartapacio.

Por razones complicadas de entender y en todo caso difíciles de aceptar, el Rey tuvo que recibir con el visto bueno del Gabinete a un golpista que además ha sido imputado de desobediencia por la Fiscalía del Estado. Un golpista que, muy respetuosa y afablemente, fue a Palacio a explicarle los pormenores de su designio hostil al representante máximo de la nación a la que piensa imponérselo. Esta clase de escenas pueden explicarse desde el buenismo biempensante como delicadas muestras del talante civilizado y dialogante de nuestro sistema político, pero también existe otro modo de verlas y enjuiciarlas: como una chirriante manifestación de una suerte de democracia tonta, cuya acomplejada debilidad estructural permite a sus enemigos subvertirla con tanta deslealtad como descaro.

Por muy versallescos que fuesen sus modales, lo que hizo el representante del Estado en Cataluña fue anunciarle con mucho desahogo a la Corona su intención de perpetrar un abierto desafío a la nación, a sus leyes y a sus ciudadanos. Es decir, su decisión de plantear un conflicto de convivencia a gran escala. Y eso es cualquier cosa menos una actitud de concordia. A menos que en España ya nos conformemos con considerar una deferencia amistosa que un dirigente institucional no se presente ante el Rey con un silbato.