Rubén Amón-El Confidencial
- Más que una anécdota, los deslices de Feijóo y Sánchez escenifican la subordinación de la cultura en el debate nacional y la escasa cualificación humanística de quienes se encuentran a los mandos
Hubieran merecido cierta indulgencia los deslices culturales de Feijóo y de Sánchez si no se hubieran relamido ambos en el jugo de su propia ignorancia. Lo hizo el líder (¿?) gallego cuando convirtió 1984 en “Allá por el 84”. Y le sucedió al presidente del Gobierno exponiendo su relación íntima con unos ripios que no escribió Blas de Otero —lo dijo sin preposición, en plan colega— sino Gil de Biedma. “Yo recuerdo, y mucho, unos versos…”.
Las anécdotas ilustran la escasa ilustración de nuestra clase política. Y no tiene sentido incurrir en generalizaciones, pero tanto resulta flagrante la escasa preparación cultural de los líderes como la subordinación de la cultura y de la educación en los debates, los presupuestos y las agendas.
La cultura se instrumentaliza en España con finalidades propagandísticas y redes clientelares. Ni es una cuestión de Estado ni tampoco una competencia del ministerio que la encabeza, precisamente porque corresponde a las autonomías la gran parte de la ejecución cultural.
Casi todas ellas la degradan en los presupuestos. Y casi todas se atienen a la concepción de un modelo desquiciado que transita entre el abandono total (cuando no hay dinero) y la megalomanía absoluta (cuando lo hay).
La perspectiva del erial enfatiza el fingimiento con que nuestros líderes políticos se observan en la obligación de mostrarse culturetas. No vemos a Sánchez en un teatro ni a Feijóo en una exposición. No se refleja en Ayuso espesor cultural alguno (ni en Aragonès, ni en Abascal), del mismo modo que estremecía leer aquel tuit veraniego de Almeida que anunciaba la actuación de Carmina Burana (toda ella) en el parque del Retiro. Me gusta más la versión localista que el conselleiro gallego Pérez Varela anunció años antes en el Monte del Gozo: quien actuaba aquella vez era… Carmiña Burana.
Se amontonan los deslices, las meteduras de pata. Y no tendrían valor si no fuera porque escenifican la degradación del hábitat cultural celtibérico. La cultura es una maría entre las asignaturas de la política, la región superflua.
El exministro (de Cultura) Uribes sostuvo durante la pandemia que las vidas estaban por delante del cine, redundando así en un planteamiento pervertido que sitúa la cultura misma en el área sacrificial del “entretenimiento”, como decía Montoro cada vez que utilizaba las tijeras para masacrarla.
Y luego ocurre lo que sucedió con Rivera e Iglesias en aquella mesa redonda que ofició Carlos Alsina en la Universidad Carlos III. Se les preguntó a ambos por sus lecturas y recomendaciones filosóficas. Iglesias se inventó la «Ética de la razón pura» de Kant. Y Rivera elogió la insigne figura del maestro de Königsberg, pero no fue capaz de mencionar una sola de sus obras.
Lo decía Claudio Abbado: no es la riqueza la que engendra la cultura; es la cultura la que engendra la riqueza. Y no solo en el sentido académico o filosófico. O en la formación de un espíritu crítico y de una sociedad tolerante. O en la inversión de unos medios y unos dineros sin recompensa electoral. Por supuesto que la cultura define el civismo y la sensibilidad de una nación, pero también implica una dimensión industrial y geopolítica. Las razones por las que Francia inaugura el Louvre en Abu Dabi provienen de una decisión estratégica que coloca en el Golfo un hermoso caballo de Troya. Igual que hace el Reino Unido con sus terminales de la BBC.
Hay modelos culturales en contradicción. La presunta inhibición de Estados Unidos no lo es tanto porque la sociedad civil estimula la vida cultural desde la conciencia y desde los beneficios fiscales. El modelo centroeuropeo —y el francés— redunda en la intervención del Estado, no ya desde las subvenciones ni desde los proyectos simbólicos —museos, bibliotecas, festivales, ferias—, sino desde la responsabilidad institucional que mencionaba Abbado.
Hay modelos mixtos que intermedian entre el sector público y el privado. Y luego existe el modelo español. Que es el modelo sin modelo. La vigencia del cortoplacismo electoral. Por esa razón permanece en el cajón la ley de mecenazgo. Y por idénticos motivos la cultura se manosea en los discursos como un inventario de citas equivocadas y de arrogantes interpretaciones.
Los fastos conmemorativos de 1982 revisten el peligro de la idealización, pero el Gobierno de González se identificaba en el esfuerzo de civilizar a un país. Y de convertir la cultura en una herramienta de prosperidad. Y no es que Guerra nos descubriera a Mahler, a Marguerite Yourcenar o a Machado, pero el lema del cambio alojaba un propósito cultureta que transformó las infraestructuras, impulsó la industria, precipitó la movida y convirtió la bodeguilla en el templo monclovense donde García Márquez departía con González mucho antes de que Feijóo restregara a Sánchez el ejemplar de El otoño del patriarca sin haberse leído una sola línea.