Sonrisas, piedras y la distopía de Pedro Sánchez

 DAVID GISTAU-EL MUNDO

Mientras los CDR se lanzan a la guerrilla, el presidente potencia la deflagración electoral

Durante la noche del jueves, después de calmarse el bullicio de las cenas de empresa, algunos vecinos del Ensanche notaron más actividad de la normal. Muchos proveedores decidieron entregar sus mercancías a deshora por temor a no poder hacerlo por la mañana por los cortes de carretera de los CDR. De hecho, por la mañana, el tráfico habitual de entrada descendió un 60%. La anécdota ilustra la resignación a la inevitabilidad cuando las extensiones pandilleras del independentismo deciden colapsar una jornada cualquiera en Cataluña y expresar por añadidura a su sociedad un mensaje insidioso, el de la capacidad de secuestro de la cotidianidad. Algunos se consolaron con la decisión de aprovechar para el asueto esa parálisis de falso domingo. Pero nadie sugiere mejor la sensación de libertad interrumpida que los comerciantes castigados por el hecho de tener sus negocios dentro de la zona de la ciudad que fue sellada o en la maraña de callejuelas del Born y el Raval que iban a ser el escenario de una liturgia de la bronca concebida para que se sepa que cualquier expresión española será atacada por un sistema inmunológico social en cuanto ponga un pie en la ciudad.

Hubo un joyero que no pudo abrir y malogró una venta de Navidad porque su establecimiento quedaba tres pasos adentro del perímetro policial: apoyado en su propio escaparate, miraba a los viandantes del otro lado como desde dentro de una jaula de cristal. Había hosteleros que bajaban o subían la persiana de su establecimiento dependiendo de dónde iban estallando los brotes de violencia.

La mendicante humillación de Pedro Sánchez la víspera debería haber dejado sin justificación el argumento de la ira. Durante dos días, el independentismo escenificó un alarde e hizo una doble demostración de poder: lo mismo en las moquetas que en la calle, lo mismo en la bilateralidad gregaria concedida por Sánchez durante su rendición institucional que en la capacidad de encuadrar la militancia en columnas propietarias del espacio, arrogantes en la conciencia de su propio poder. Sobre todo las que se ubicaron en Drassanes y en la Vía Laietana, que eran las barras bravas de los CDR y Arran.

Los CDR tienen una estructura celular que favorece el concepto de guerrilla urbana. Durante la mañana, se fueron dispersando por las estrecheces oscuras del Raval en grupúsculos de media docena de enmascarados que buscaban colisionar con la policía y a menudo lo lograron. Arrancaban del suelo adoquines que no cabían en la palma de la mano o buscaban otro tipo de munición en los contenedores de reciclaje. Algunos eran muchachos de edad colegial que parecían víctimas de una perversión del gozo de vivir en pandilla. Otros eran más talludos y encarnaban el cliché tribal de inspiración vasca. Entre ellos surgía de vez en cuando un recordatorio de la Barcelona que es parque temático: los turistas arrastraban sus maletas durante manzanas enteras para alcanzar las calles donde circulaban los taxis y, mientras, grababan con sus móviles emociones que no habían sido descritas en el folleto de la agencia de viajes. En los hoteles sucedió lo mismo durante las cargas policiales. Los balcones se convirtieron en apostaderos para conseguir souvenirs inesperados.

Junto a la estación de Francia, se situaron los manifestantes convocados por Òmnium, ERC y PDeCAT. Más adultos. Más burgueses y sofisticados de aspecto que los apaches batasunizados. Más dispuestos a postergar el destino manifiesto a la hora del aperitivo e inclinados a cultivar todavía la coartada de la revolución de las sonrisas, cercana a Gandhi y al John Lennon de Imagine, que no genera violencia sino que es víctima histórica se mire por donde se mire. Por ello, en muchas ocasiones, fueron estos pacifistas de conveniencia los que trataron de convencer a los violentos de que no sucumbieran a los instintos primarios y a la voluntad de hacer estallar un remedo de Intifada que luego se descomprimió en infinitas escaramuzas de gran violencia. La segunda línea del perímetro, la de la Policía Nacional, azuzaba la fantasía emancipadora de quienes querrían estar midiéndose con un ejército de ocupación.

Los que nunca faltan en la Vía Laietana son los comerciantes orientales que, siempre con la misma sonrisa, lo mismo venden esteladas que banderas españolas en función de la clientela potencial que ese día ocupe la arteria. A la altura de la catedral, los villancicos de un mercado navideño se mezclaban con los gritos, las consignas y el sonido de las sirenas policiales, provocando una paradoja ambiental representativa del delirio.

Una vez que el Consejo de Ministros terminó y las voluntades se relajaron, los furgones de los Mossos empezaron a recorrer Laietana de un extremo a otro para disolver a porrazos a los renuentes que aún conservaran ánimo para aguantar la posición. Para entonces, el nacionalismo comenzó a emitir comunicados y declaraciones oficiales con los que intentó, como tantas otras veces, hacerse pasar por la víctima de una anomalía causada por él mismo.

Durante un último paseo por el Raval, a cuya degradación habitual se sumaban los destrozos de las refriegas, el cronista asistió a una escena que refleja la asombrosa capacidad tóxica que el nacionalismo ejerce sobre la convivencia. Dos mendigos, con los rostros arrasados por la intemperie, intentaban patéticamente agredirse, el uno por España, el otro por la independencia. A su alrededor, los turistas se reían de ellos.

Vamos acumulando motivos para una melancolía que algún día sustentará los motivos de deflagración electoral de una enorme reacción a los experimentos distópicos con los que Sánchez desmonta el 78 y nos convierte en daños colaterales de una insólita ambición que no admite ser contenida ni por las urnas ni por los imperativos constitucionales.