Hasta ahora, el modo en que Sortu se presenta ante la sociedad resulta decepcionante. No hay gestos, sólo palabras que no dejan de recordar a las de siempre, al eterno «arameo» del decir a medias, que parecen obedecer más al viejo guión del imperativo legal que a una seria convicción democrática.
«Somos lo que somos con nuestros defectos y nuestras virtudes» acaba de decir Rufi Etxeberria, portavoz de la izquierda abertzale. Y otro tanto podría decir cualquiera, porque todos tenemos defectos y virtudes, y a veces hasta virtudes nacidas de nuestros defectos y viceversa. La cuestión es si ese enunciado, perfectamente asumible en el ámbito de lo privado, resulta apropiado para lo público, como tarjeta de presentación de un proyecto político que se pretende de ruptura con lo anterior, con un pasado de vecindario (los estatutos de Sortu hablan de «vínculos de dependencia») con el terrorismo.
Durante todos estos años, el eje del debate en torno a la izquierda abertzale ha sido precisamente el de sus relaciones con ETA. Se ha insistido en esa vinculación y se comprende, pero se ha hablado muy poco de sus relaciones con la sociedad vasca, o del impacto y las consecuencias de su actitud (de esos «vínculos de dependencia» conocidos y ahora reconocidos) en nuestra sociedad. Siempre he lamentado esa ausencia de o en el debate, porque he considerado que en esa cuestión residía una de las claves políticas del presente y del futuro (ese futuro cuyo umbral parece que hemos alcanzado por fin) de Euskadi.
Porque el impacto y las consecuencias de la actitud de la izquierda abertzale sobre la sociedad han sido determinantes; porque con esos «vínculos de dependencia» se ha vivido aquí en lo cotidiano, en la experiencia privada y pública de todos los días. Y eso no pasa en una sociedad durante decenios sin dejar huellas; unas huellas profundas que han fragilizado nuestra convivencia, entre otras razones porque nos han acostumbrado a mucho silencio y a la inhibición de muchos gestos de pura dinámica democrática, y a mucha desconfianza.
Entiendo que Sortu, para integrarse normalmente en la vida pública vasca, tendrá que contribuir a esa normalidad, presentándose no sólo a la prueba de los estatutos, ya encauzada y que resolverán las instancias pertinentes, sino a la prueba de la confianza ciudadana. Porque lo que nos pide es que confiemos en su «reconversión», que creamos que los mismos son otros, nada menos que en el territorio de la ética democrática. Es bastante pedir y creer. Por eso pienso que Sortu tendrá que afinar sus argumentos y sus actos. Sus estatutos presentan, sin duda, novedades significativas, pero lo visto hasta ahora en su modo de presentarse ante la sociedad vasca resulta, a mi juicio, más bien decepcionante. No hay gestos, sólo palabras que no dejan de recordar a las de siempre, al eterno «arameo» del decir a medias (esa filigrana, por ejemplo, del rechazar sí, pero el condenar no), que parecen obedecer más al viejo guión del imperativo legal que a una seria convicción democrática. Y hablar de «defectos» después de decenios de vínculos con el terror, no me resulta francamente una expresión afortunada. Suena poco a nuevo argumento de respeto; más, a vieja estrategia de provocación.
Luisa Etxenike, EL PAÍS, 14/2/2011