EL CORREO 01/02/14
KEPA AULESTIA
· El síntoma más preocupante para el PP es que tarda en reaccionar ante las protestas ciudadanas y se estremece ante los silencios y ausencias de Mayor Oreja y Aznar
· El problema del PP no está en Euskadi sino en Madrid. Aunque admitirlo requiera la transfiguración de Rajoy
La convención que el Partido Popular celebra en Valladolid estaba prevista para reivindicar el cambio de tendencia en la economía española, y se ha convertido en una cita catártica en la que ya de entrada debía exorcizarse la contestación interna orillando el debate. Después de dos años de durísimos ajustes, ante los que las bases populares tenían razones para mostrarse desconcertadas e incluso desconfiadas, cuando hace tiempo que se despejó la gran duda sobre si la negativa del presidente a solicitar el rescate total podía ser una temeridad, en el momento que asoman los primeros indicadores para la esperanza, es cuando se agrieta el exitoso edificio que Rajoy había mantenido en pie gracias a su impasibilidad. Una tormenta perfecta desatada durante un par de semanas, en la que concurren vientos, lluvias torrenciales, deslizamientos del terreno, y una mar de fondo que llevaba meses golpeando la escollera, ha acabado estropeándolo todo.
Rajoy heredó de Aznar un partido excepcional, en tanto que nunca el centro-derecha español se había mostrado tan unido y solidario. El heredero logró apuntalar la excepción, dotando a esa única sigla de un poder sin precedentes en un sistema de representación que es más proporcional que el de muchos países de nuestro entorno. El capital acumulado resultaba tan inmenso que administrarlo era ya difícil. Parecía imposible que el PP pudiera ir a más, y quizá esa misma percepción está en la base de lo que ha ocurrido. En una cultura política contagiada de la máxima económica de ‘o creces o ya puedes ir pensando en desaparecer’ la sola idea de la finitud, de que la mayoría absoluta no podría serlo más en el futuro, despierta comportamientos de insatisfacción, por extraños que parezcan. Un clima propicio para que asome esa cosa de la ‘identidad de partido’, por ejemplo a cuenta de la reserva ideológica que sigue ofreciendo el monotema vasco. O para que se reclame «un proyecto político nítido», «capaz de entusiasmar», que son los términos en los que habitúa a expresarse la oposición interna en los partidos.
El éxito en Madrid ya venía dando alas a un ejercicio prepotente del poder. El logro de la mayoría absoluta en las Cortes hizo el resto. Ni la más retorcida interpretación de los intereses en juego podría explicar la obstinación en la ley del aborto. Qué decir de la arrogancia política que se precisa para empeñarse en la privatización del sistema público de salud en Madrid frente a una manifiesta contestación social. O de la pretensión de erigir un modelo educativo de ‘nueva planta’ al margen de que se haga viable o no. La obtención de una mayoría absoluta tan abrumadora genera siempre un espejismo: creer que el voto cosechado un 20 de noviembre, con vigencia institucional para una legislatura, se mantiene también como respaldo social inquebrantable durante cuatro años.
El PP de Rajoy debía saber que eso nunca es así, y menos cuando se cambia el programa electoral sobre la marcha. El problema hubiera sido menor si esa obnubilación no hubiese quedado en manos de personas con talantes más próximos al despotismo de creerse en posesión de la verdad que a los imponderables de la democracia. La impasibilidad de Rajoy no es probablemente la virtud más adecuada para dirigir, jornada tras jornada, la multiplicidad de poderes que cree manejar el PP. Entre otras razones porque esa impasibilidad se convierte en indolencia cuando a su alrededor asoman figuras resueltas a dejar su impronta en aquellas cuestiones sobre las que ni Bruselas ni el FMI han hecho indicación alguna. Al final el Madrid del PP se ha venido abajo.
El éxito popular fue tan rotundo en noviembre de 2011 también porque Rodríguez Zapatero se vio obligado a destejer en su último año de mandato todo lo que había ideado y más, después de resistirse durante tres años a emplear la palabra crisis. Además de los méritos propios del PSOE, los ‘mercados’ se encargaron de que el relevo de Pérez Rubalcaba fracasara estrepitosamente. Pero dado que es imposible que España protagonice una espectacular reactivación, todo lo que mejore nuestra economía podrá servir si acaso para que se le comprenda algo más a Rajoy, pero no para que la ciudadanía lo perciba como fruto de su buen hacer. En el mejor de los casos le concederá la ventaja de haber cumplido con su deber. No hay más que mirar a nuestros vecinos, Portugal y Francia, para percatarse de qué modo las circunstancias de la crisis han sido capaces de poner en aprietos a izquierdas y derechas en el poder, sucesivamente y en cualquier orden.
El síntoma más preocupante para el PP no está en las voces que, desde dentro y desde fuera, le reclaman una cosa o la contraria hasta zarandear el criterio que le reste a un colectivo acostumbrado a seguir una guía. El síntoma más preocupante para el PP es que se estremece ante el silencio y las ausencias de Mayor Oreja y Aznar. Todos los observadores han concluido que el pasado jueves la vicepresidenta Sáez de Santamaría acudió a Bilbao para expresar el apoyo del PP de Rajoy a los populares vascos en la persona de Arantza Quiroga, su presidenta. Pero cabe contemplar la escena en sentido inverso, porque el PP de Rajoy está necesitado de un testimonio actual en Euskadi para contrarrestar ausencias y silencios que sugieren otra política, sin detenerse a precisar cuál debe ser y, por supuesto, sin plantearse si esa ‘otra política’ tendría cabida en el Estado de Derecho. El problema del PP no está en Euskadi sino en Madrid. Aunque admitirlo requeriría la previa transfiguración de Rajoy.