José Luis Zubizarreta-EL CORREO

  • Convendría superar la tensa relación entre político y ciudadano, abriéndose el uno a la asunción de la crítica y el otro a una conducta cívica que lo libre del reproche

La pandemia, además de las dolencias directas que causa en sus víctimas, está dejando en la sociedad secuelas colaterales que, aunque difusas y difíciles de clasificar, alteran sobremanera los estados de ánimo individuales y las relaciones interpersonales. El duelo por la pérdida de un allegado, el miedo a contraer la enfermedad, el abatimiento y la soledad, el tedio y la desgana para emprender cualquier actividad, la melancolía y la depresión o la intolerancia y la irritabilidad con el vecino son algunas de ellas. Y, aun cuando no se encuentre en el catálogo oficial de patologías, también la susceptibilidad individual y colectiva se ha exacerbado de manera notable. Nos hemos hecho, tal y como el DRAE entiende el término, «quisquillosos o picajosos», es decir, «fáciles de agraviarse u ofenderse con pequeña causa o pretexto».

Me refiero, obviamente, al ciudadano común y corriente. Lo del político es cosa aparte y viene de lejos, de antes de la pandemia. Tiene que ver con ese mecanismo que ha desarrollado para rechazar cualquier reproche y remitir toda reclamación al sargento armero. Todo lo contrario de la susceptibilidad. El mecanismo consiste, más bien, en no darse por aludido cuando la crítica se dirige a él o en tomarla, no por lo que de verdad tiene, sino con la condescendencia con que se soporta la carga que el cargo implica. De hecho, en vez de susceptible, las grandes adversidades, como ésta de la pandemia, si no hacen al político más duro e insensible, lo ponen más a la defensiva. Así, si, cuando algo se le echa en cara, promete «asumir responsabilidades», es sólo un automatismo vacío, que para nada significa que piense hacerse cargo de las consecuencias que tal asunción comporta. No acepta haber cometido error u ofensa. Sólo admite la posibilidad abstracta de la supuesta comisión y atribuye su concreción a la malevolencia o ruindad del denunciante. La acumulación de condicionales lo delata. «Si en algo hubiera podido equivocarme» o «si alguien hubiere podido sentirse ofendido» es lo más lejos que llega en el reconocimiento del error o de la ofensa.

Al ciudadano, en cambio, adversidades como la que sufrimos sí lo ha hecho más picajoso y quisquilloso. Se siente fácilmente agraviado u ofendido cuando se le echa en cara algún comportamiento poco ejemplar en que ha incurrido. Cree probablemente que ya tiene bastante con soportar las secuelas que se han descrito al principio, como para que le vengan encima con reproches por su conducta. Estos últimos días se ha sentido particularmente molesto, porque las autoridades le han advertido de que su frivolidad en las pasadas celebraciones ha contribuido a provocar el alza en la curva de contagios, ingresos hospitalarios y muertes que está observándose en este comienzo de año. Y, al sentirse ofendido, se ha revuelto, indignado, contra esas mismas autoridades a las que él mismo había exigido, con los más diversos tipos de presiones, la relajación de las restricciones que habían impuesto. La pandemia ha tenido así el efecto añadido de hacer hasta tal punto fina la piel del ciudadano, que no admite ya reproche alguno por ligero que sea y delicadamente que se le exprese. Y, como la pandemia, la nevada. Ha hecho suya la exculpación del italiano: «¡piove, porco governo!».

El resultado es un distanciamiento, mayor aún del habitual, entre el político a la defensiva y el ciudadano susceptible. Lo peor que podía ocurrirnos en un momento en que uno y otro más se necesitan y la normal tensión que entre ellos existe debería dar paso a la cooperación, cuando no a la connivencia y la confabulación. Un poco más de valentía y autocrítica en el uno y de docilidad y civismo en el otro arreglarían el problema. Y es que, mientras la vacuna no tenga pleno efecto, la única arma de que disponemos en la lucha contra la pandemia está, más que en inciertas terapias, en la prevención, y ésta depende, más que de otra cosa, del comportamiento ciudadano. Higiene, distancia y mascarilla son los tres elementos que la integran y los tres están a su solo alcance. Tampoco es tan gravoso aplicarlos. Convendría, pues, declarar una tregua en la relación político-ciudadano, ya que sólo el entendimiento y la colaboración del trío que ambos forman junto con los expertos podrán sacarnos de este embrollo. Se lograría así que la cadena de escuchas que debe enlazar al ciudadano con la autoridad y a la autoridad con el científico funcione, por una vez, en su debido orden y sin inoportunas distorsiones.