Para empezar una guerra basta con un agresor armado, decidido a derrotar al enemigo. Ni siquiera tiene verdadera importancia si el agresor tiene razón considerando enemigo al agredido. Esta verdad desagradable, que echa por tierra el cándido principio de “dos no riñen si uno no quiere”, lleva dominando la historia de la humanidad desde sus mismos orígenes (hay evidencias de guerras prehistóricas antiquísimas). La consecuencia es que el único pacifismo digno de crédito es el del antipático adagio latino: si vis pacem, para bellum, si quieres paz prepárate para la guerra. Las tesis del antiguo pensador estratégico Sun Tzu son similares: “El arte de la guerra es someter al enemigo sin luchar.” Lo que, invertido, quiere decir: prepárate para sufrir la guerra si no eres capaz de someter al enemigo. Solo la estupidez posmoderna ha considerado reprobable belicismo este puro ejercicio de realidad.
La guerra, y especialmente la moderna, es un mal tan absoluto que nadie en sus cabales puede desearla: esta es la tesis pacifista por excelencia. El problema es que no se trata de deseos. La guerra es una imposición con dos reacciones posibles: rendición o lucha. Por eso los agresores pueden aprovecharse del miedo de los demás a padecerla, ejerciendo un chantaje moral permanente.
La Segunda Guerra Mundial fue tan desastrosa -en nuestro caso, la Guerra Civil-, y los terrores de la Guerra Fría tan acervos, que el mundo occidental prefirió pensar que nunca volverían a repetirse. También que, para prevenir el riesgo, bastaba con dos estrategias: el pacifismo bambi a lo John Lennon (más simpático que Sun Tzu) con el rechazo de todo militarismo (extendido a la defensa más elemental), y la extensión planetaria de la prosperidad económica. La primera es una ingenuidad que sale muy cara, porque John Lennon no impresiona gran cosa a tipos como Putin -al contrario, ven en ese pacifismo miedo y debilidades a explotar-, pero la segunda también.
La mayoría de las guerras no son económicas
Es digno de estudio que la teoría marxista según la cual el origen de la guerra es la explotación económica y la lucha imperialista por el control de los mercados fuera comprada como dogma religioso por las élites capitalistas y la opinión pública occidental, incluyendo a la parte más conservadora y nacionalista. El nacionalismo basta para desvelar la falacia original, porque la mayor parte de las guerras no son económicas, o la economía juega un papel secundario, comparada con la ambición de poder o el miedo al otro; es más bien un arma de la panoplia.
En apariencia, la globalización facilitó las cosas al pacifismo económico, suponiendo que nadie hace la guerra si puede hacer negocios lucrativos. Trasladado a Europa, se traducía en la convicción de que Rusia y su oligarquía preferirían hacer grandes negocios, como hacernos dependientes de su gas mientras cerrábamos centrales nucleares, antes que optar por el militarismo, tan oneroso, olvidando los sueños imperiales evaporados con la disolución de la URSS: ¿no es mucho mejor disfrutar de un McDonald’s en Moscú, en vez de jugar a la guerra con la OTAN? Pero, para los ideólogos del nuevo imperio ruso euroasiático, de la Iglesia Ortodoxa a Dugin, el problema es el condenado paquete de ideas y costumbres liberales que entra con las hamburguesas.
Esa realidad subyacente y rechazada, por antipática, ha traído los perros de la guerra a las puertas de la Unión Europea. Porque Putin eligió las dos cosas: negocios e imperio militar. El capital se ha invertido no en desarrollar Rusia al modo europeo, sino en financiar el nuevo imperialismo. Ahora se trata de expandir el imperio ruso hacia la frontera con Europa, comenzando por Ucrania. Luego, ya se verá.
Como la economía y el poderío ruso no son suficientes, Putin ha buscado la complicidad de otros estados enfrentados de un modo u otro a occidente, por sus propios motivos. Y así se ha configurado una constelación autocrática en torno al eje Rusia-Irán-China, más sus respectivos satélites, de Corea del Norte a Venezuela y las facciones de Hamás, Hezbollah y los hutíes yemeníes.
El apaciguamiento sigue teniendo muchos partidarios, desde el papa Francisco al expresidente Trump, pasando por la coalición rojiparda
Todo esto es incomprensible para el pacifismo mágico, la ideología de Davos y el wokismo de campus americano. La guerra lleva al extremo la combinación de motivos irracionales y racionalidad técnica, tan humana. Rusia, o mejor su oligarquía, ha elegido la guerra por ambición imperialista; Irán, o sus ayatolas, para exterminar a Israel y convertirse en la potencia islámica hegemónica; China, o mejor su partido comunista, persigue la hegemonía mundial basada en su capitalismo sin libertad política y fuerza militar. Otros gigantes, como India o el Brasil de Lula, observan y esperan, mientras es posible que Estados Unidos elija el aislacionismo tramposo de Trump.
Empeñarse en que las autocracias pueden ser aplacadas con concesiones y pacifismo pasivo empeora el riesgo de guerra abierta; se ha dicho hasta la saciedad, basándose en el desastroso precedente del apaciguamiento de la Alemania nazi. Pero el apaciguamiento sigue teniendo muchos partidarios, desde el papa Francisco al expresidente Trump, pasando por la coalición rojiparda: ¿por qué arriesgarse por Ucrania? ¿por qué no pactar un nuevo reparto del mundo, y llamarlo “paz”? ¿por qué no admitir que la democracia es un sistema entre otros, y dejar que cada país -como exigieron Xi Jinping y Putin justo antes de atacar a Ucrania- entienda su “democracia” como quiera?
Olvidémonos de la cultura Lennon
Hay dos buenas razones para luchar por Ucrania y prepararse para la guerra, aparte de las morales. La primera es que Ucrania es el nuevo Vietnam de las autocracias empeñadas en barrer la democracia del mundo, que no en adaptarla a su cultura; la primera ficha de un dominó que va desde Kiev a Lisboa. La segunda ya se ha dicho: el único modo de impedir la guerra es que el probable agresor piense que no podrá ganarla. Es el momento de meter a Lennon en el baúl de los trastos, echar a Sánchez (¡imagínate una guerra con él y su tropa al mando!) y leer con atención a los clásicos del problema, de Sun Tzu a Schmitt pasando por Maquiavelo y Francisco Suárez. Nos va la guerra en ello, ya está llamando a la puerta de casa.