JUAN LUIS CEBRIÁN-EL PAÍS

  • Tras aprobar los Presupuestos, devolver la estabilidad a los órganos de la justicia y establecer acuerdos básicos sobre la política exterior son pasos indispensables para restaurar el edificio de nuestra democracia

Probablemente la frase más famosa de Antonio Gramsci sea aquella en la que afirma que contra el pesimismo de la razón siempre nos queda el optimismo de la voluntad. Últimamente la citan no solo los extraviados de Podemos, que inicialmente reclamaron su legado, ni los viejos comunistas escaldados del estalinismo, sino socialdemócratas, liberales y hasta democristianos. No es por lo demás un enunciado explícitamente marxista, toda vez que implica una renuncia al carácter científico del socialismo. Y sirve por igual a la exaltación populista que al posibilismo pragmático. A este último me apunto en medio de la desorientación y el barullo que nos envuelve.

El optimismo de la voluntad permite suponer que una vez aprobados, y por ilusorios que parezcan a algunos, los Presupuestos Generales del Estado ha de sobrevenir una cierta estabilidad política que aumente la confianza en el rumbo de la gobernación durante al menos dos años. Este es el tiempo en que las fuerzas políticas dominantes, en el poder y en la oposición, podrían dedicarse a unas pocas tareas esenciales y urgentes para el bienestar y la seguridad de los ciudadanos. La lucha contra la pandemia y la recuperación de la economía encabezan la lista de prioridades, ligadas fundamentalmente a la recuperación del consenso constitucional y la definición del papel de España en la globalización. Eso ayudaría a recuperar un poco el prestigio del Parlamento, fundamental en un régimen representativo, y sometido ahora al histrionismo, la fatuidad y la intemperancia de sus portavoces. Lo que podríamos definir como populismo parlamentario.

En lo que hace a los intentos descontituyentes de nacionalistas y partidarios de republicanetas, según las definiera Felipe González, las recientes declaraciones de Pedro Sánchez en apoyo de la Monarquía parlamentaria permiten atisbar un destello de cordura, que precisa ser confirmado por los hechos. Las políticas sectarias del Gobierno y de la oposición (que es Gobierno local y autonómico en muchos territorios) han generado una polarización sin precedentes desde la fundación de nuestra democracia. La desunión entre los españoles, a la que Sánchez ha contribuido por su impericia o su pasión por el mando, solo es ya comparable a la desunión en el seno del Gobierno, propiciada por Iglesias, competidor de Donald Trump en la excelencia del reality show y el manejo de sus pulgares a la hora de tuitear. Pero apenas les va a la zaga el comportamiento del Partido Popular respecto al bloqueo de la renovación del Poder Judicial, que desmerece de su proclamada lealtad constitucional. No hay tal, allí donde se obstruye el normal cumplimiento de las leyes como en este terreno viene haciendo la formación de Pablo Casado, en perjuicio del Estado de derecho. Su reciente intento de reconstruir el centro conservador y liberal, alejándose del franquismo sociológico, no será creíble mientras no rectifique ese rumbo.

La democracia representativa no puede subsistir sin reglas y leyes claras y sin una Administración de justicia independiente. Es la independencia de los jueces su único poder, frente al poder de la fuerza y el dinero que tienen los Gobiernos; el conchabeo entre partidos a la hora de impedirla desdice de su voluntad democrática. Dos eminentes pensadores liberales, Ralph Dahrendorf e Isaiah Berlin, escribieron párrafos memorables a este respecto, aunque sean ahora menos citados que Gramsci. El PP, con su bloqueo de los órganos rectores de la justicia, y el PSOE con sus intentos de burdo intervencionismo, solo han demostrado hasta qué punto la tentación totalitaria sigue vigente entre nosotros.

La tregua presupuestaria debería también propiciar de forma inmediata un acuerdo de Estado, y desde luego en el interior del Gobierno, respecto a nuestra política exterior. Resulta sorprendente hasta qué punto ha descendido el prestigio y la eficacia de la diplomacia española pese a haber situado a Josep Borrell al frente de la europea. Incapaz el Gobierno y el Partido Socialista de poner freno al aventurerismo de Zapatero en América Latina, aunque algunos solo le consideren un tonto útil, le acaba de estallar en la cara la crisis con Marruecos, propiciada una vez más por el exhibicionismo del vicepresidente Iglesias. Marruecos es un país clave para la construcción del nuevo orden internacional y para los intereses de nuestro país y sus ciudadanos, cualquiera que sea la ideología que practiquen y el sector social al que pertenezcan. Más de un millón de marroquíes viven entre nosotros y contribuyen al crecimiento económico de nuestro país, trabajando en condiciones muchas veces azarosas que ponen de relieve que la xenofobia y la islamofobia no son enfermedades ajenas a nuestra sociedad. Cerca de 400 compañías españolas están allí asentadas. La colaboración de Rabat en materia de lucha contra el terrorismo yihadista, que ha generado estragos en Barcelona y Madrid, es esencial, lo mismo que en el tratamiento de la política de inmigración, tan torpemente gestionada por nuestro ministro del Interior. Por si fuera poco, la situación de las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla, antiguas plazas militares de soberanía, demanda más inteligencia y menos demagogia que la expresada por algunos activistas del Gobierno con respecto al conflicto del Sáhara Occidental. España tiene, desde luego, responsabilidades propias en este terreno, debido a su pasado colonial en la zona, lo mismo que la Organización de las Naciones Unidas, tantas veces incapaz de hacer cumplir sus resoluciones. Pero no hay que olvidar, a la hora de la tan manoseada memoria histórica, que dichas responsabilidades tienen mucho que ver con el pasado africanista del ejército de Franco y su apoyo a la independencia del Sáhara, después de haberlo convertido en provincia española con representación en Cortes, de acuerdo con las teorías geoestratégicas del almirante Carrero Blanco. En 1958, nuestro país libró la última guerra exterior de su historia contra el ejército marroquí en el territorio de Sidi Ifni, que tras violentos combates acabó con un armisticio y un acuerdo medianamente favorable a los intereses de Rabat. Posteriormente, ya en pleno siglo XXI y bajo el Gobierno de Aznar, vivimos la astracanada de la invasión del islote de Perejil. Es preciso restablecer la confianza en las relaciones entre Marruecos y España si no queremos dificultar la trayectoria de nuestro propio sistema.

En la perplejidad con que el Gobierno de coalición se desenvuelve, y al margen las disputas que afectan a los exóticos compañeros de viaje que ha elegido, la aprobación de los Presupuestos Generales (esperemos no se tuerza en su recta final) abre un espacio de oportunidad para todos los agentes políticos. No se trata de que desaparezcan los conflictos. La democracia está designada para convivir con ellos y un país sin conflictos rara vez es democrático. Pero el éxito del sistema depende del respeto a las reglas del juego que todos practiquen. Reforzar nuestras instituciones es tarea primordial, y lo primero es exigir la lealtad constitucional que ni Gobierno ni oposición parecen practicar cuando esa servidumbre afecta a sus intereses particulares. Devolver la estabilidad a los órganos de la justicia y establecer acuerdos básicos sobre la política exterior, inevitablemente ligada a la de la Unión Europea, son condiciones indispensables para comenzar a restaurar el edificio y el prestigio de nuestra democracia. No son las únicas, pero sí se encuentran entre las más inmediatas. Quizá pueda alumbrarse así una nueva raza de políticos capaces de emular a Benjamin Franklin, competente tanto a la hora de redactar la Declaración de Independencia de los Estados Unidos como de inventar el pararrayos. O sea, de predicar y dar trigo a la vez. En eso consistiría el triunfo del optimismo de la voluntad, frente al por el momento inevitable pesimismo de la razón.