Tarifazos

ABC 22/12/13
JON JUARISTI

· Es una mala táctica, por inverosímil, atribuir la subida del recibo de la luz a las torpezas de Zapatero

Me he comprado un cigarrillo electrónico para dejar el tabaco. No es el primer cigarrillo electrónico de mi vida: hace algunos años lo intenté, un par de veces, con un modelo desechable, pero abandoné pronto por motivos éticos. Los desechables contaminan mucho cuando se quedan en desecho. Además, me parecía indigno cambiar el cigarrillo convencional por un ersatz que fingía ser un cigarrillo en regla hasta en la lumbre. Mi maestro don Luis Michelena recurría a aquellos cigarrillos de plástico con algodón empapado en mentol, de venta en farmacias, un tanto absurdos, como juguetes para niños golfos. No debían de ser muy eficaces, pero al menos eran honestos. No pretendían engañar a nadie.

Debo la decisión de quitarme del vicio a tres amigos. A Felipe, mi médico, y médico militar por añadidura, a cuyas indicaciones respondo como lo que llegué a ser, un artillero de segunda (en la mili de mi tiempo no había artilleros de tercera). A Fernando Savater, gran fumador de puros en su juventud. Me alarmó que, en su reciente documental sobre la Lisboa de su tocayo Pessoa, Fernando atribuyera la temprana muerte del poeta portugués a que fumaba y bebía en exceso. Si Savater fustiga los excesos, dejad toda esperanza, fumadores. Finalmente, a Teo, lo más parecido a un científico que tengo entre mis amigos de infancia y mocedad. Teo, como su nombre indica, es ahijado de Theodore von Kármán, el más destacado teórico de la aerodinámica en el siglo XX. Algo se le habrá pegado, digo yo. Pues bien, a instancias de Teo me he comprado un cigarrillo electrónico.

Es un artefacto que no se parece en nada a un cigarrillo. Te lo venden en un kit muy elegante, con repuesto y enchufe con salida USB, amén de un estuche chulísimo. En realidad, tiene mayor parentesco con el narguilé que con los cigarros. Cuesta menos que dos cartones de mi droga habitual, y ya ha pasado la prueba de fuego. Acompaña muy bien la escritura, pero hay que recargarlo como los móviles, las tabletas o las bicis eléctricas, y por tanto contribuirá a mi pauperización como miembro de una clase media en acelerado descenso, a causa, entre otros muchos factores, del tarifazo.

Esta clase media que se va desvaneciendo como humo de cachimba, veguero o tagarnina, como humareda perdida o neblina estampada, es la que daba el tono vital a la democracia española y que ahora se arrastra, tose y languidece como un enfermo terminal de enfisema al que se le niegan los chutes de oxígeno. A medida que se vaya convirtiendo en otra cosa, distinta incluso de lo que era antes de ser clase media, la democracia también dejará de ser lo que ha sido y se volverá una contrapolítica. No una apolítica, aclaremos. Las apolíticas son pasivas, dejan hacer al Estado. Las contrapolíticas, no. Lo combaten desde fuera del sistema, y lo combaten a muerte. Por eso es una mala táctica del partido del Gobierno la de culpar del tarifazo a la política errada de gobiernos anteriores, sobre todo después de que el ministro de Industria, que parece ser el único que se ha leído a Adam Smith, haya avanzado una explicación clásica y ortodoxa: se trataría, según el ministro Soria, de un caso flagrante de monipodio de las empresas en un sector productivo de economía fuertemente regulada. Eso, la hipótesis de la manipulación de la subasta, lo ha entendido todo el mundo, y sabe que no tiene nada que ver con la chapuza socialista de recaudación indirecta para las energías renovables. Y lo ha entendido porque es la hipótesis más económica, en un doble sentido. Todo lo demás es suponer que los consumidores, además de sufridos, somos gilipollas.