JAVIER REDONDO – EL MUNDO
· «Esto va a ser el botafuego», escribió el periodista Gaziel el 4 de octubre de 1934. Se refería al nombramiento del nuevo Gobierno de Lerroux –que incluía a la CEDA–. Era un Ejecutivo «nada temible», pero los «exaltados» de la Generalidad se reconocieron como sus víctimas. Todo resultaba muy extraño. Más aún cuando los políticos de Cataluña decretaron un paro general. La burguesía catalana se apropiaba de un derecho adquirido por la clase obrera.
Barcelona echó el cierre, aunque la actividad en la sede del Gobierno era febril. Gaziel almorzó en La Vanguardia. Lo cuenta en Para los catalanes de mañana: apuntes de una noche inolvidable: «Estaba terminando de comer cuando se me presentan, como llovidos del cielo, cinco hombres con otras tantas pistolas. Uno lleva un pantalón corto y polainas; otro viste de mecánico, y los demás, como obreros cualquiera. ¿Por dónde han venido? No sé. ¿Quiénes son? Tampoco. Pero lo que quieren es indudable: apuntándonos unas armas magníficas (…) nos echan materialmente a la calle, a todos cuantos nos hallamos en el periódico, con gestos harto expresivos y frases poco corteses».
El día 6, Josep Dencàs, consejero de Gobernación, anunció por radio la salida a la calle de los somatenes–la milicia– de Esquerra para garantizar el orden contra la FAI. Los dos desafíos a la República se retroalimentaron: el independentista y el revolucionario. Miquel Badia, comisario general de Orden Público, pasó por delante de la sede de la Lliga en el asiento trasero de un descapotable. Se mostraba pletórico. Año y pico después fue asesinado por pistoleros anarquistas. Los acontecimientos se precipitaron. Dencàs desbordó a Companys y Badia a Dencàs. Militantes de Alianza Obrera comenzaron a requisar edificios.
En ausencia de Derecho, estado de naturaleza. En el momento de la ruptura se produce un vacío legal que aprovechan siempre los mismos pocos. Los primeros en caer también son siempre los mismos: los impulsores del delirio, los insensatos guionistas de la performance. El ex presidente Francesc Macià falleció antes de ver hervir Cataluña con la lumbre que prendió al denunciar el recorte de libertades catalanas.
La declaración anunciada se retrasó más de lo previsto. Por fin, pasadas las ocho de la tarde, salió Companys al balcón de la Generalidad. Proclamó el «Estado Catalán dentro de la República Federal Española». El nacionalismo impuso un nuevo régimen en España. O sea, se apropió de la soberanía nacional, consideró súbditos al resto de españoles y encima rompió relaciones con el Gobierno de Madrid, chivo expiatorio con el que trataba de sumar a su causa a la izquierda dubitativa. Tanto para ni siquiera declarar su independencia.
El Ejército español cercó el edificio de la Consejería de Gobernación a las 22.30 horas. Las fuerzas de la Generalidad repelieron los ataques de «las tropas monarquizantes y fascistas». Dencàs se desgañitaba por radio: «Catalans! Dempeus! Catalans! Alceu-vos en armes!». A medida que avanzaba la noche parecía poseído. Pedía auxilio a comunistas, españoles y «a las sombras de la noche». Hasta se le escapó un «¡Viva España!».
Al amanecer, Companys consideró agotada toda resistencia para evitar «sacrificios inútiles». Fin del disparate. La enfermedad de Cataluña es el nacionalismo. Lerroux anotó en su diario: el catalán «llega hasta el heroísmo cuando pone la fe en un ideal y la confianza en un hombre, pero no sirve para las barricadas (…) El pueblo no siente el ideal separatista. Ese es un ideal reaccionario fomentado por la mediocridad de los intelectuales catalanes». Ayer se aprobó en el Parlament una ley fuera de la ley presentada en un teatro. Un peligroso simulacro para dejar a Cataluña en manos de la CUP.
JAVIER REDONDO – EL MUNDO