JOSÉ LUIS ZUBIZARRETA-EL CORREO

  • Resulta políticamente inexplicable la numantina postura del presidente al negarse a prorrogar el estado de alarma pese a la casi unanimidad de sus defensores
El avance de la pandemia en Euskadi -la cuarta ola- parece incontrolable. Así lo dicen los datos y así lo reconocen también las autoridades. El lehendakari ha declarado la situación grave y muy preocupante. Junto con Navarra y Madrid, nuestra comunidad roza el máximo nivel de alerta. En Europa, no somos una excepción ni en intensidad ni en tendencia de la evolución. Alemania, Francia, Italia, Países Bajos y Bélgica, por poner sólo unos ejemplos, nos acompañan. De otro lado, aparte del vigor expansivo del propio virus, no se conocen con plena exactitud las causas de la expansión ni, más allá de las vacunas, los medios de detenerla. Pese a la coincidencia en que la movilidad y el contacto humanos son los principales factores de difusión, las mismas restricciones gubernativas y comportamientos sociales arrojan, según regiones o países, resultados diferentes. La incertidumbre hace así aún más inquietante la situación.

Visto el panorama, no es extraño que se haya generalizado el convencimiento de que, en lo que se refiere a nuestro país, la prolongación del estado de alarma más allá del 9 de mayo es condición preventiva necesaria, aunque no suficiente, para hacer frente a la expansión de la pandemia. Como sacar el paraguas cuando amenaza lluvia para abrirlo o no según la contingencia. La pionera demanda del lehendakari ha sido secundada por no pocos presidentes de autonomías y líderes de partidos, no importa cuál sea su color ideológico. No es una postura exclusiva del ámbito político. Cada uno con sus razones, ha sido avalada también por el consenso del mundo científico, sanitario y jurídico. Quienes saben de la naturaleza del virus, de la gestión de los servicios asistenciales y de los requerimientos de las leyes coinciden en que las autoridades competentes en cada ámbito, estatal o autonómico, deben disponer de ese extraordinario amparo legal para garantizar la salud pública, respetando, a la vez, los condicionantes del Estado de Derecho.

Por pertenecer a este último ámbito la cuestión del estado de alarma, parece oportuno dedicar a él especial atención. Puede afirmarse sin exageración que existe práctica unanimidad entre los constitucionalistas en que sólo la declaración del citado estado permite a la autoridad gubernativa, del nivel que sea, imponer restricciones que afecten a derechos fundamentales, cuales son, por ejemplo, la movilidad y la reunión de personas. Sin ese amparo, los gobiernos se hallarían maniatados por las resoluciones judiciales, previas o posteriores, a la hora de dictar las normas que crean necesarias para hacer frente a la pandemia, quedando en manos de la Justicia la incómoda e impertinente tarea de la gobernación del país en este delicado asunto. Ni la legislación ordinaria existente ni la que pueda aprobarse en el futuro estarían facultadas, por impedimento constitucional, para salvar este obstáculo.

En tales circunstancias, resulta inexplicable, desde la racionalidad e incluso el interés político, la obstinada y solitaria postura del presidente del Gobierno en negarse a promover, mediante nuevo decreto ley o resolución parlamentaria, la renovación o el mantenimiento del estado en cuestión. Hasta tal punto es así, que esa postura ha sido interpretada, pese a su aparente numantinismo, como una mera pose que sólo esperaría a la culminación del proceso electoral en la comunidad madrileña para cambiar de sentido y desdecirse. De ese modo, lo que parecía posición irreductible basada en convicciones políticas se desvelaría a posteriori como táctica electoral, y la dignidad de los principios se degradaría en mercancía puesta a la venta en las mesas comiciales. ¡Difícil de creer en una democracia que se proclama plena! Lo que el portavoz del PNV en el Congreso, Aitor Esteban, definió como temeridad podría calificarse también de cálculo electoral que haría descender un peldaño más en su proceso degenerativo el ya bastante amenazado sistema venido en llamarse ‘régimen del 78’. La despreocupada mariposa que tan alegremente aleteó en Murcia se habría convertido así en un terremoto capaz de descoyuntar las capas tectónicas que, mal que bien, aún se mantenían en un inestable equilibrio. El amparo frente a la pandemia habría pagado, para mantenerse, un precio institucional indebidamente alto por culpa de un juego político irresponsable. Casi mejor no dar crédito a esta hipótesis y pensar que se trata, más bien, de la conocida táctica de endilgar a los de abajo las responsabilidades que corresponden al de arriba.