JESÚS PRIETO MENDAZA-EL CORREO

  • No es admisible la exhibición, con tratamiento de héroes o mártires, de personas a las que el odio ha llevado a asesinar a sus vecinos o expulsarles de la comunidad

Estamos en verano, el periodo en el que se celebran la mayoría de nuestras fiestas patronales. Un tiempo mágico en el que el exceso durante unos días nos permite volver, finalizadas las fiestas, al orden, las normas y las labores productivas de toda sociedad. Una de las funciones de la fiesta ha sido, desde tiempos inmemoriales, la crítica a las instituciones y al poder. Tradicionalmente, las jotas con ‘segundas intenciones’, las canciones al regidor de turno en la plaza de toros o los comentarios jocosos dibujados en una pancarta portada por una peña festiva han formado parte de los rituales festivos, precisamente porque ese tiempo especial, que es la fiesta, permitía esa crítica que durante el tiempo ordinario podría resultar impertinente o improcedente. Por lo tanto, no debiera sorprendernos ver durante nuestras fiestas alusiones, sátiras o burla con respecto a determinadas circunstancias de nuestra vida política o social.

Cuestión bien diferente es discernir entre la crítica o la reivindicación, siempre legítimas, y otras acciones que pudieran implicar falta de respeto, humillación, violencia u odio hacia personas o colectivos. Precisamente uno de los elementos fundamentales de la fiesta es el humor, y a través de él resulta todo un arte el construir una crítica (sea ésta mediante canciones, carteles, vídeos, pegatinas, etc.) dirigida a gobernantes o personajes públicos sin caer en la zafiedad o la ofensa. Precisamente porque no todo puede estar permitido durante la fiesta, en la actualidad se cuida mucho que durante la misma no se den agresiones sexistas, violaciones, comportamientos homófobos, actitudes racistas o excesos que puedan generar víctimas de diferente tipo. Y está bien que así sea, pues al final estamos hablando de contemplar, también durante el tiempo de exceso, ciertos referentes que podríamos englobar en una especie de ética de la fiesta.

Bien. Si aceptamos estas premisas de partida al abordar nuestras distintas celebraciones festivas, no creo de recibo que todavía hoy en día, y no solo en nuestro ámbito vasco, los espacios festivos se presten a reivindicaciones públicas en las que se puedan exibir, con tratamiento de héroes o de mártires, a personas que han llevado el odio, la heterofobia, el sectarismo, el fanatismo identitario o los planteamientos totalitarios hasta el extremo de asesinar a sus vecinos o expulsarles de la comunidad. Hemos convivido durante demasiados años en recintos feriales y txosnas con esa banalización de la violencia, esa banalización del mal a la que hiciera referencia Hanna Arendt. Se nos ofrece como «normal» que un joven, como es el caso de Mikel Iturgaiz, hijo de un político conservador, pueda ser acosado; que un alcalde sea agredido en plena comitiva municipal o que una joven ertzaina pueda ser expulsada del espacio festivo por su adscripción profesional. También nos parece normal -o, al menos, pocas voces se escuchan en contra- que determinados rituales festivos puedan revictimizar a las víctimas del terrorismo, o que, en todo caso, estas cuestiones se zanjen con un «bueno, en fiestas ya se sabe, se desmadran todos un poco». A mí, qué quieren que les diga, me suena más a aquella pretérita perversión, profundamente antidemocrática, de «jaiak bai borroka ere bai» (fiestas sí, lucha también) de tiempos que no deseo recuperar.

¿Aceptaríamos el baile de un aurresku ante un violador o la recogida de fondos para un mercenario de los GAL?

La fiesta es sanadora, desde el desorden y jolgorio festivo es constructora de vida social. En ese sentido, la fiesta no puede ser nunca destructora de tejido y cohesión social, y eso se hace cuando se renuncia a realizar una debida lectura moral de algunos de nuestros rituales festivos, pues no todas las acciones festivas pueden resultar éticas. Adorno decía que «después de la experiencia de la barbarie es necesario repensar la ética y la estética desde esa experiencia del pasado. Repensar nuestros esquemas de convivencia, los fundamentales, de una manera nueva, porque hasta ese momento pensábamos que el buen discurrir consistía en hacer abstracción del sufrimiento. Ése es el deber de memoria, repensar todo a la luz de la experiencia de la barbarie para evitar que se repita y también para, de alguna manera, hacer justicia a las víctimas del pasado». Acaso, después de todo el sufrimiento padecido durante décadas, ¿nuestra sociedad consideraría válido exibir en una taberna festiva carteles gigantes con la foto de uno de los terroristas yihadistas causante de la masacre de Barcelona, recoger fondos para un mercenario del GAL o bailar un aurresku ante uno de los violadores de ‘la manada’? Pues eso sigue ocurriendo, lamentablemente, en numerosos espacios festivos de este tórrido verano vasco. Y se hace dando la espalda a la memoria de las víctimas y ofreciendo una imagen simbólica deformada de lo ocurrido a las nuevas generaciones.

Decía el profesor Reyes Mate que «la memoria tiene que tener como norte la reconciliación, y por lo tanto es más que justicia. Porque la justicia mira hacia atrás, hacia los abuelos, pero la reconciliación mira hacia los nietos». Por todo ello, creo que nuestras fiestas no pueden ser correa de trasmisión de valores antisociales, ni siquiera disfrazados de exceso festivo. Construyamos futuro, disfrutemos juntos y…¡tengamos la fiesta en paz!