IGNACIO CAMACHO-ABC

  • La mediocridad de la clase política es el reflejo de unas sociedades que han perdido la conciencia de ciudadanía responsable

Es fácil estar de acuerdo con el sombrío diagnóstico de Feijóo sobre «la peor clase política de la democracia», veredicto en el que tuvo la decencia autocrítica de incluirse aunque quepa preguntarle qué está haciendo él para mejorar ese pésimo estándar. Sin caer en la tentadora trampa de la nostalgia, basta comparar la brillantez de la nomenclatura de la Transición, del felipismo o del aznarismo en su primera etapa con la mediocridad –el sustantivo es piadoso– de la dirigencia contemporánea. No hace falta cotejar criterios más o menos subjetivos de calidad profesional o de fibra humana: es suficiente con ceñirse a los logros que unas generaciones y otras han proporcionado a España. En la práctica, vivimos todavía del impulso de la refundación democrática.

Este declive no es sólo un proceso nacional, sino planetario. Hubo una época, la de los ochenta y noventa, donde se juntaron Mitterrand y Kohl, González y Thatcher, Isabel II y Juan Carlos, Reagan y Gorbachov, Rabin y Sadat, Delors y Carrington, Peres y Arafat, Mandela y el Papa Juan Pablo. Incluso los Clinton, Blair, Aznar o el primer Lula parecen gigantes al lado de los actuales liderazgos. Una cumbre europea constituye hoy un desolador desfile de gobernantes de bajo rango; desde que se retiró Merkel, la UE está dirigida por grises subalternos con inequívoca pinta de funcionarios entre los que sólo Macron luce un relativo perfil de Estado. Cómo será el panorama que Biden funge, hay que joderse, de presidente americano.

No vale, sin embargo, engañarse. Las élites políticas son el reflejo de sus respectivas sociedades. Es verdad que han perdido o renunciado a la función prescriptiva para envolverse en la coartada de las corrientes dominantes y en vez de marcar el camino siguen las tendencias de opinión expresadas en las redes digitales. Pero su desempeño sería muy distinto si existiera una conciencia colectiva formada en el ejercicio del compromiso cívico y de la ciudadanía responsable. La irrelevancia de nuestros representantes es la consecuencia natural de haberlos votado por meras afinidades emocionales, con la displicencia de quien reparte ‘likes’ a un ‘instagramer’.

La actividad pública se ha degradado tanto por su propia ineficacia para resolver problemas como por nuestra falta de exigencia a la hora de reclamar firmeza ética. El éxito de la ‘posverdad’, de la manipulación de la realidad, se basa en la comodidad social para aceptar prejuicios por conveniencia o por pereza ante el esfuerzo intelectual de debatir ideas. Afincados en el sectarismo, en la desconfianza o en la sospecha, nos hemos desvinculado de la defensa del sistema, y por esa puerta que dejamos abierta sólo pueden entrar oportunistas deshonestos, aventureros incompetentes, burócratas adocenados o falsos profetas. Machadianos tenores de voz hueca acostumbrados al aplauso gregario de un público sin grandeza.