Tercero en discordia

ABC 07/12/15
ISABEL SAN SEBASTIÁN

· Albert Rivera constituye una amenaza para todos sus rivales por igual, lo que le convierte en blanco de los dardos más feroces

ALBERT Rivera ha llegado a la política nacional pisando fuerte e interfiere en las trayectorias de todos sus rivales prácticamente por igual, lo que le convierte en blanco de los dardos más feroces. Las estrategias respecto a él van desde el desprecio fingido hasta la insidia, pero coinciden en el ataque. Nadie concita críticas tan variopintas. Nadie molesta tanto a tantos como el «Naranjito», caballo de Troya de la izquierda ultramontana, diletante inexperto o representante disfrazado de la derecha más rancia, dependiendo de quién le retrate.

El candidato de Ciudadanos constituye una amenaza evidente para Podemos porque su aparición en escena ha brindado un refugio seguro a los indignados reacios a perpetrar un suicidio democrático; es decir, a echarse en brazos de Pablo Iglesias. Constituye una amenaza evidente al PP porque lo ha escorado a la derecha, desplazándolo del centro político, que es el territorio donde se fraguan las victorias. Constituye una amenaza evidente para el PSOE porque le disputa el segundo puesto, si es que no lo ha conquistado ya. Constituye una amenaza evidente para ambos porque, a diferencia de ellos, está libre de corrupción e incumplimientos y porque ha logrado atraer al voto joven, profesional y urbano, frente al voto mayor de 60 años y el residente en núcleos rurales por el que luchan a brazo partido tanto Rajoy como Sánchez.

Puede negarse el presidente del Gobierno a debatir con él, aferrándose a costumbres propias de un bipartidismo agonizante. Pueden los mercenarios de uno u otro bando emplearse hasta la ignominia en la tarea de extender rumores infundados sobre financiación ilegítima o achacarle la intención de sellar pactos expresamente negados. Pueden los gurús de Génova y Ferraz confundir sus deseos con la realidad, convenciéndose de estar ante un fenómeno pasajero sin proyección de futuro. La demoscopia es tozuda y adelanta unánimemente lo que más tarde las urnas se encargarán de confirmar. Que ya no son dos, sino tres, los candidatos en liza, con un cuarto rezagado cuya capacidad de asustar mengua en proporción inversa a su expectativa de sentarse en el banco azul.

Si las encuestas no van totalmente desencaminadas (y no erraron significativamente en las europeas, ni en las andaluzas, ni en las municipales y autonómicas, ni tampoco en las catalanas), por vez primera desde el arranque de la democracia en el Congreso surgido de las elecciones generales la suma de los dos primeros partidos no bastará para configurar una mayoría cualificada susceptible, por ejemplo, de reformar la Constitución o elegir a los vocales del Consejo General del Poder Judicial. El paisaje será completamente distinto. Las viejas prácticas habrán de ser revisadas en aras de alcanzar acuerdos basados en el consenso y no en la mera alternancia aderezada con el pago de peajes onerosos a bisagras nacionalistas. Por vez primera desde el arranque de la democracia, cuando el pueblo soberano niegue una mayoría absoluta, como parece ser su intención, la mano que dará o quitará el Gobierno no será la de una fuerza indiferente o incluso hostil a los intereses de España, sino la de un partido de ámbito nacional, con arraigo en todo el territorio y vocación de permanencia. Se acabará la extorsión, y con ella la tendencia imparable hasta ahora de allanar el camino a La Moncloa entregando parcelas de soberanía recibidas en custodia.

Por más que algunos arúspices sigan escondiendo la cabeza en la arena, como hicieron cuando el escrutinio europeo demostró el auge de Podemos y la irrupción de Rivera, nada volverá a ser igual. El tiempo dirá si para bien o para mal.