ABC-JON JUARISTI

La figura de Urrutikoetxea, amortizada y mortal, sólo tendría valor por lo que sabe (y no contará)

DURANTE los años en que José Antonio Urrutikoetxea, alias «Josu Ternera», ejerció como miembro electo del Parlamento Autónomo Vasco, los políticos y diputados de la oposición constitucionalista llevaban escolta. Ternera, no. Yo mismo, que era por entonces un profesor de universidad sin militancia política, exactamente como ahora, tenía que ir a mis clases acompañado por tres funcionarios del Cuerpo Nacional de Policía. A pocas calles de la Facultad donde yo enseñaba Filología Hispánica, protegido por unas personas que debían ocultar su condición profesional cuando regresaban a sus casas para evitar ser asesinados por los esbirros de Ternera, este asistía cómodamente a las sesiones parlamentarias y a las reuniones de la Comisión de Derechos Humanos, cobrando un sueldo bastante mayor que el mío. Recordarlo hoy es para echarse a llorar o para un largo rato de carcajadas sardónicas, no lo sé. Así se vivía en el País Vasco de fin de siglo.

Vale, no me quejo. Posiblemente Urrutikoetxea no sea un asesino nato, sino sólo un fanático iniciado en el culto nacionalista a la muerte ajena por algún cura rebotado, y esto no es un rasgo de anticlericalismo por mi parte, sino una suposición con amplia base empírica (yo mismo fui reclutado para ETA por un jesuita). Ternera y yo somos de la misma edad. Me lleva menos de tres meses. Ambos vivimos inmersos desde mediados de los sesenta en la misma atmósfera de brutalización ideológica que produjo el nacionalismo vasco a través de sus clérigos. La diferencia es que yo y otros muchos como yo rompimos con el terrorismo (y, de paso, con el nacionalismo) apenas ETA dio los primeros pasos en esa dirección, hace ahora medio siglo. O sea, una década antes de la entrada en vigor de la Constitución de 1978. Otros rompieron después; algunos, en plena transición a la democracia, y otros, como Ternera, nunca rompieron.

¿Guardo algún rencor personal hacia Urrutikoetxea? Ninguno. No lo conocí personalmente, y la única imagen que se ha difundido del momento inmediatamente anterior a su detención no me inclina al odio, sino a la compasión. Es la imagen de alguien muy enfermo (posiblemente se recurrirá a su enfermedad para pedir su excarcelación en el caso de que llegue a ser condenado por un tribunal español). Sinceramente, creo que me dará igual que lo suelten, aunque viva tanto o más, después de su puesta en libertad, que aquel Bolinaga, uno de los secuestradores del funcionario de prisiones Juan Antonio Ortega Lara, liberado por un cáncer terminal que se prolongó durante un par largo de años.

O sea, que si van a soltar a Ternera, que lo hagan, pero no sin antes pasarlo por los tribunales y de que deponga ante ellos todas las veces que haga falta. Más que emparedarlo por lo que le quede de vida, beneficiaría a la causa de la justicia que cante lo que sabe y debe saber sobre los conchabeos que hicieron posible la vergonzosa situación de aquel fin de siglo en que ETA montaba y rompía treguas, asesinaba a discreción y firmaba pactos secretos con partidos plenamente legales mientras uno de sus jefazos se exhibía, la mar de chulo, en el Parlamento de Vitoria. Sobra decir que no tengo muchas esperanzas de que algo así se realice. Sería la primera vez, en toda la historia de la democracia española, que salieran a la luz misterios semejantes. No espero que se desvelen aquellos ni el de la comedia de la detención alpina, más gracioso todavía. Y es que los socialistas y el nacionalismo vasco de hoy ya no guardan las formas mínimas, cosa que hacían, incluso con su puntito cínico, en los buenos tiempos de González y Rubalcaba (y me refiero al bilbaíno José Antonio Rubalcaba, faltaría más).