ANTONIO RIVERA-EL CORREO-EL CORREO

  • Vox y los nacionalismos vascos y catalanes marcan los márgenes de esta España polarizada. Lo que haga Feijóo en un sentido le cierra las puertas en otro

Uno de los argumentos más novedosos de la refundación de la derecha española en Partido Popular entre 1989 y 1990 fue la asunción sin reservas de la España de las autonomías. Tuvo que pasar una década larga para que el partido de Manuel Fraga superara su oposición al Título VIII del texto constitucional, y en ella, a pesar de tratarse de la ‘travesía del desierto’ de esa formación, no es baladí el hecho de que alcanzara la presidencia de cinco comunidades autónomas. Para una de ellas, Castilla y León, había sido elegido quien encarnaría tan histórico cambio: José María Aznar.

La naturaleza nacional española, además de asunto arduo en sí mismo, ha sido para la derecha una cuestión de principios que, sin embargo, en su tratamiento desde el Estado de las autonomías se ha traducido en puro pragmatismo político. En esencia, ahora afirma que España es una nación política que acoge en su seno, sin incompatibilidad insuperable, profundas diferencias culturales. La única nación es España, y las otras son, si acaso, nacionalidades, un término voluntariamente impreciso de 1978, elegido entonces para no decir ni una cosa ni la contraria, para abrir camino y no cerrar ninguno, e incluso para referir veladamente la existencia de unas naciones en el tiempo anterior a las constituciones liberales que se incorporaban a la construcción de una única desde 1812 (esto, según el gusto tradicionalista del redactor constitucional Miguel Herrero de Miñón).

El manejo del término ‘nacionalidades’ siempre ha resultado complejo. Incluso el de comunidades históricas lo es, pues son ya ocho de diecisiete las que han reformado sus estatutos para autodesignarse así. El café para todos y las competencias sin techo enmarcan el Estado autonómico español. Sin embargo, esa generosidad práctica no podrá nunca resolver la realidad de que unas regiones se tienen por más que otras o, en su extremo, de que algunas se creen originalmente soberanas y en momentos distintos han acudido a ese argumento (ayer el País Vasco, más recientemente Cataluña).

Afirmar que España es una nación que acoge a otras naciones, que es plurinacional, no afecta al funcionamiento diario del Estado autonómico, pero sí a las aspiraciones de alguna región (y a las reacciones en contra). Así que, después de la inicial exhibición de pluralismo nacional del recién designado nuevo líder de la derecha patria (Alberto Núñez Feijóo), después de su receta de «galleguizar» los nacionalismos vasco y catalán, y después de que su ‘número tres’ asumiera sin más lo de la España plurinacional, nada mejor que apagar el incendio regresando a la disciplina del artículo 2 de la Constitución: nación indisoluble la española, con nacionalidades y regiones en su seno.

¿Por qué? Pues porque los menos anchos márgenes de esta España polarizada, en el ámbito territorial, vienen marcados por Vox y por los nacionalismos vascos y catalanes, notoriamente incompatibles. Una cosa es hablar en teoría y otra distinta atisbar las reacciones de unos y otros ante lo que se dice. Aznar, como los presidentes socialistas, necesitó de los nacionalistas catalanes y vascos para llegar y mantenerse al frente del Consejo de Ministros. Ahora, Feijóo tendría ante sí esa misma tesitura, pero lo que haga en un sentido le cierra totalmente las puertas en otro.

De momento -y Andalucía es la primera estación-, parece más factible sumar con Vox porque los otros no comparecen, pero eso le puede comprometer definitivamente en esa elección cuando llegue la de toda España; se estaría enajenando por completo la alternativa futura de sumar con algunos nacionalistas y con el silencio de otras fuerzas. Como ha pasado tantas veces desde 1977, la necesidad regional de un mismo partido es la inversa de la nacional.

De manera que esta no deja de ser sino otra ocasión más en que los partidos nacionales se enfangan en terrenos pantanosos a consecuencia de la contradicción entre una realidad formal, perfectamente asumible y mayoritariamente compartida entre la ciudadanía y la cultura política -la del Estado de las autonomías, con sus posibilidades y límites-, y otra propositiva y reactiva, que solo existe en las cabezas de quienes formulan estrategias, pero que genera reacciones concretas y, en este instante, radicalmente contradictorias.

Esa contradicción lleva condicionando la política española desde la Transición y seguirá haciéndolo mientras los partidos nacionales no delimiten las reglas del juego territorial en España, entre ellos y de acuerdo con todas las formaciones menores y regionales que estén por la labor. El racionalismo federalista podría ser una posibilidad para ello, dejando las cosas claras para todos. Pero la tradición española prefiere barroquismos definitorios del tipo ‘España multinivel moderna’, como hizo el PSOE en su último congreso federal (sic). Y así seguiremos.