Hace 41 años alumbramos, gracias al empuje ciudadano y al consenso de las fuerzas políticas y sociales, un sistema democrático. En la Constitución de 1978 se restablecieron las libertades civiles y los derechos sociales; se reconoció una amplia autonomía a las regiones y nacionalidades que integran España y se articularon las instituciones de una democracia moderna. Este sistema ha permitido el desarrollo de los mejores años de nuestra vida colectiva. Además de configurar un Estado social y democrático de derecho, supuso la clausura de una larga y represora dictadura, así como de todo un periodo histórico de guerras civiles y aislamiento internacional. En estos 41 años, los españoles hemos sido capaces, también, de levantar un Estado del bienestar, integrarnos en el proceso de construcción europea, descentralizar políticamente el funcionamiento del Estado; en una palabra, modernizar, por primera vez, nuestro país. Un proceso que no ha sido nada fácil. Hemos tenido que hacer frente, con éxito, a golpes y conspiraciones militares, a un cruel terrorismo de diferentes orígenes, a intentos sediciosos y a una dura crisis económica.
II. Ahora bien, no conviene extraviarse o dormirse en los laureles. Es necesario comprender que las libertades y los derechos políticos o sociales no se heredan, y lo mismo que se conquistan pueden devenir frágiles o incluso perderse. Hoy vivimos, sin ir más lejos, un periodo de deterioro de las democracias y de sostenido y global descontento ciudadano. Las causas de este malestar son varias, pero creemos que en el fondo de todas ellas está la profunda crisis del sistema económico, iniciada en 2008 y todavía no superada en sus efectos. Una crisis que se ha abordado por medio de contradictorias recetas “neoliberales”, que dominan una mundialización excluyente, en la que los perdedores han sido legiones y los ganadores, exiguas minorías. Un desorden que ha generado, salvo excepciones, un deterioro de las condiciones de vida y de trabajo, un aumento insoportable de las desigualdades y una erosión de los servicios sociales básicos. Caldo de cultivo inmejorable para que, al igual que en otras épocas de triste memoria, prosperen todo tipo de extremismos populistas, nacionalistas, demagogias, simplificaciones, manipulaciones y mentiras. Es lo que hoy abunda por el ancho mundo, también en Europa y en España.
III. En nuestro caso, el impacto de la crisis ha sido notable y, por esta y otras causas, como la nefanda corrupción, la insensata deriva secesionista o la crisis de representación de los partidos políticos, los tres pilares básicos de nuestra democracia: la cohesión social, la territorial y el prestigio de las instituciones han quedado lesionados. Uno de los efectos más perniciosos de este desgaste reside, por un lado, en la tendencia centrífuga, cuya expresión máxima es el pertinaz encono de algunos en romper la unidad nacional y, de otro, la querencia centrípeta, cuya manifestación extremista, no menos nociva, es la idea de laminar el Estado autonómico. Todo ello acompañado de la proliferación de partidos con “agendas” más o menos locales. Si no queremos que aquellas opciones sigan creciendo, si deseamos restablecer una convivencia que está siendo alterada, si anhelamos recomponer acuerdos básicos hoy resquebrajados, ha llegado el momento, antes de que sea tarde y partiendo de la Constitución de 1978, de plantearse nuevos consensos sobre algunas cuestiones que mejoren nuestro sistema. Sería nefasto que prevaleciera el criterio de que ante las dificultades no mudar nada, cuando lo pertinente sería hacer reformas que refuercen nuestra Constitución y evitar que se pueda ir marchitando.
Las recetas “constitucionalistas” no son la mejor solución; dejarían fuera a unos 10 millones de votantes
Estamos convencidos de que fortaleceríamos nuestra democracia si fuésemos capaces de culminar la estructura territorial de España en un sentido federal, pues sería la mejor manera de que tuviesen acomodo reformas que robusteciesen las instituciones y contribuyesen así a que languideciesen las actuales tendencias a desbordar la Constitución. Reforma que debería ir acompañada de una extensión de las garantías que disfrutan los derechos fundamentales a la sanidad y las pensiones, garantizando su futuro, lo que reforzaría nuestro Estado social. Ello supondría, en ciertos casos, abordar cambios constitucionales como la transformación del actual Senado en una auténtica Cámara territorial (ex. art. 69 CE), operación que facilitaría la participación de las comunidades políticas en el Gobierno general del país y en las cuestiones europeas, limitando así la excesiva “bilateralidad” actual, que oscurece una visión amplia y dificulta soluciones para el conjunto. O la mejor distribución de competencias entre el Estado y las CC AA, cuya confusión actual es el origen de múltiples conflictos.
Pero hay otras cuestiones más inmediatas que facilitarían las anteriores y que no necesitarían cambios constitucionales como es el urgente acuerdo sobre la financiación de las CC AA, tema que, en su versión actual, concita unánime malestar; o iniciativas, incluso legales, que protejan y fomenten todas las lenguas hispanas, que garanticen el conocimiento y uso de las mismas, en todos los ámbitos, así como del castellano como lengua común y de alcance universal; o la capital cuestión del impacto que la revolución digital está teniendo en aspectos vitales de nuestra sociedad como el trabajo, la formación o el ejercicio de derechos civiles. Y el no menos urgente de contribuir a sanar los destrozos medio ambientales y garantizar un desarrollo sostenible.
Los grandes acuerdos requieren una mayoría más amplia que aquella que, en su caso, apoye al nuevo Gobierno
IV. Todos estos asuntos, que deberían ser tenidos en cuenta en la agenda del futuro Gobierno, requieren una mayoría más amplia que aquella que, en su caso, de apoyo al nuevo Ejecutivo y deberían ser abordados desde la perspectiva de amplios consensos, pues casi todos estos propósitos no son cuestiones de derecha o de izquierda sino reformas necesarias para el buen funcionamiento de nuestra democracia. Reformas que no alcanzarían un resultado positivo desde una lógica de bloques o de deletéreas recetas de supuestas uniones de “constitucionalistas”, que dejaría fuera de juego a cerca de 10 millones de votantes y más de 1/3 del Congreso. El método para hacer llegar a buen puerto estas y otras reformas es conocido y lo hemos utilizado en otros periodos más complicados de nuestra historia reciente.
No nos equivoquemos, España no está en momento de gobernar solo asuntos corrientes o de una única dialéctica derecha/izquierda y, mucho menos, de una temeraria pugna entre identidades enfrentadas. Tampoco conviene caer en visiones apocalípticas que suelen esconder intereses más bien pedestres. Es la hora de trenzar nuevos consensos desde la sociedad y la política que nos permita abordar los grandes retos con garantía de éxito. Es obvio, en conclusión, que para todo ello es imprescindible que se forme un Gobierno, pues la peor opción de todas sería que se repitiesen las elecciones.
Nicolás Sartorius preside la Asociación por una España Federal. Suscriben este artículo: Adoración Galera; Santiago Coello; Aurora Hernández; Joan Botella; Lourdes Auzmendi; Jesús Ruiz-Huerta; Zulima Pérez, presidentes, respectivamente, de las Asociaciones de Federalistas de Andalucía; Aragón; Cantabria; Cataluña; Euskadi; Madrid y País Valenciano.