Iván Igartua-El Correo
- La Rusia de Putin no se sostendría sin el apoyo de parte significativa de la población
Afinales de 1945 Isaiah Berlin realizó una visita de cuatro meses a la Rusia soviética. El pensador ruso-británico no era aún el referente mundial en el que se convertiría unas décadas más tarde gracias a sus trabajos sobre la Ilustración, el romanticismo, la libertad o los grandes escritores rusos. El paisaje intelectual y moral que halló tanto en Moscú como en Leningrado era, por decirlo con suavidad, descorazonador. Pero no tanto por las devastadoras consecuencias de la guerra como por la represión interna, que había alcanzado cotas excepcionales de crueldad durante el Gran Terror de los años 1937 y 1938.
Al margen de algunas figuras que se mantenían intactas (o casi) en su dignidad, aunque estuvieran abocadas a la marginación o el silencio (Anna Ajmátova o Borís Pasternak), los escritores y artistas rusos de talento se encontraban amordazados o anestesiados, cuando no directamente anulados, por la eficaz estrategia de neutralización aplicada por el régimen de Stalin. El miedo se había infiltrado en todos los estamentos sociales; un miedo anclado en la demostrada capacidad de amedrentamiento y aniquilación que el Kremlin fue perfeccionando con los años. Cualquier atisbo de libertad, incluida la creadora, había sido borrado de una sociedad ante la que solo se abría un horizonte de parálisis, de suspensión y supresión de todo aquello que no respondiera a los designios del proyecto totalitario en marcha. La prensa independiente, los editoriales no sometidos a censura eran algo sencillamente inimaginable, cosas de otro mundo.
Ochenta años más tarde, la Rusia de Putin, que no es ya la soviética pero se le parece mucho, sigue atenazando a su población mediante instrumentos y cauces similares, cuya efectividad ha sido sancionada por el tiempo. ¿Por qué cambiar de método si este funciona a pedir de boca? Aúpas al poder a un grupo gansteril de arribistas sin escrúpulos, blindados por unos lazos sólidos, prácticamente indestructibles, con la cúpula militar y policial del país; conformas unas cámaras de representación popular que son, a la postre, cualquier cosa menos representativas; arrinconas y finalmente ilegalizas los medios de comunicación y las organizaciones no gubernamentales que no se arrodillan ante ti; eliminas -físicamente, sin grandes sutilezas- a todo político, empresario o antiguo colaborador que se oponga a tus planes o que simplemente haya mostrado en público su discrepancia; modificas las leyes fundamentales a tu antojo a fin de perpetuarte en el poder sean cuales sean tus decisiones, tus errores o tus crímenes. Y si la locomotora continúa funcionando, apoyada en tus abundantes recursos naturales, las sanciones esquivables y la asistencia de Estados amigos, tan democráticos como el tuyo, ¿a santo de qué irías a alterar nada, cuando es precisamente la política de la cancelación la única que garantiza tu permanencia?
El tiempo en Rusia se ha detenido de nuevo, más aún después de que Putin haya revalidado por enésima vez su mandato al frente del país (y no será la última, si la naturaleza o algún cataclismo repentino no lo remedian). En realidad, el primer paso en el proceso de congelación se dio cuando Dmitri Medvédev, hoy vocero mayor de la exaltación belicista, ejerció de presidente títere entre 2008 y 2012 para posibilitar así el regreso posterior de Putin, por aquel entonces todavía limitado por la Constitución. Los rigores de la represión vuelven a recordar momentos pasados (¿o quizá no tanto?) de la historia rusa: el exilio -exterior o interior- de intelectuales, artistas, profesores universitarios, las acusaciones indiscriminadas de traición por cualquier asomo de crítica, el estigma del «agente extranjero» lanzado contra ciudadanos que son igual de rusos que Tolstói, los simulacros de juicios sin garantía alguna; todo es como antaño, exactamente como parece que ha deseado Putin desde que se hizo con el control del Kremlin. El retorno de la barbarie, al que Isaiah Berlin se refirió en 1990 como posibilidad más bien remota, ha acabado produciéndose, aunque estos días palidezca ante la atroz masacre de Estado Islámico en Moscú.
Sería ingenuo pensar, con todo, que la continuidad del régimen autocrático es solo fruto de las hábiles maniobras de la mafia que lo lidera. Sin el apoyo o al menos la aquiescencia de una parte significativa de la población el sistema no se sostendría. El discurso de la excepcionalidad rusa frente a la tradición occidental es una baza que los dirigentes han sabido explotar adecuadamente, porque están convencidos -y no les falta razón- de que esa percepción está bien arraigada en amplias capas de la sociedad. A ello se une la displicencia o franca animosidad con la que se suelen contemplar las veleidades democráticas e individualistas de Occidente, germen de su inexorable decadencia política y moral. Lo dejó escrito Serguéi Uvarov en 1833: Rusia se asienta sobre tres únicos pilares, la autocracia, la nacionalidad y la confesión ortodoxa. No son pocos los que se siguen aferrando a esa doctrina doscientos años después y buscan extender el modelo más allá de sus fronteras, cueste lo que cueste. Que se hunda el mundo es lo de menos.