No estamos en guerra. De momento, al menos. Pero la guerra se nos ha metido hasta en el más oscuro rincón de la casa. Nunca habíamos presenciado una con el verismo con que estamos contemplando ésta a través de unos medios audiovisuales que nos secuestran la mirada sin dejarnos apartarla de sus pantallas. Y no está mal que así sea. Porque, aunque no estemos en guerra, sentimos la de Ucrania como nuestra. Nadie puede mirar con indiferencia tanto edificio devastado y tanta gente espantada huyendo de su patria como los que nuestros ojos ven a todas horas en las arrasadas ciudades ucranianas. La evidencia, además, de que se trata de una barbarie gratuita, caprichosa, arbitraria e injusta, producto de la ambición expansionista de un tirano sin escrúpulos, la convierte en una «causa» con la que como vecinos, europeos y seres humanos no podemos dejar de simpatizar e identificarnos. Sólo con esto, Putin habrá perdido la guerra, aunque la gane. Se llevará consigo el odio eterno de la nación por él sojuzgada. Otro personaje más a sumar al montón de desechos que acumula la Historia. Nunca podrá acudir, sin sonrojarse, a ningún foro que haga de la civilización enseña. Ni él ni el país que representa. Mientras no se deshaga del déspota, la Federación Rusa tendrá marcado en su logo, como Caín en la frente, el estigma de la ignominia.
Pero no es mi función en esta columna extenderme en desahogos personales, por muy compartidos que sean por multitud de ciudadanos. He ahí la primera reflexión objetiva. Pues no se precisan encuestas para percibir la unánime repugnancia que ha causado en el mundo el infame proceder del tirano ruso. Inventándose amenazas a la seguridad de su país que nadie -y menos los ucranianos- representa, se ha permitido, invadiendo a una nación hermana, poner en alarmante riesgo la seguridad de todo su entorno y del orbe entero. No sorprenden, al respecto, las reacciones de rechazo y exclusión que se han producido en organismos que suelen resistirse a compromisos radicales. Ámbitos tan distintos como el del arte, el deporte y la empresa se han apresurado a romper todo contacto con quien juzgan un apestado que contamina cuanto con él se roza. La política, tan a su aire de ordinario, no ha ido esta vez a la zaga. Por el contrario, fue significativo el abrumador voto de repulsa que el comportamiento ruso cosechó en foro tan poco dado a adhesiones emocionales como el Plenario de la Organización de Naciones Unidas, que había sido ya escenario de la estampida que provocó la intervención del Ministro de Exteriores de la Federación Rusa.
Aquí, en nuestro entorno más cercano, tanto la Unión Europea como el Estado español, en sus instituciones ejecutiva y representativa, han reaccionado con la firmeza, si bien no con la premura, que la gravedad de la situación requiere. La UE, a rastras, en los primeros momentos, del protagonismo de Estados Unidos, ha tomado, por fin, el liderazgo con actuaciones a la altura del conflicto, asumiendo los adversos efectos que de ellas se derivarán en el orden económico y político. No podía ser de otro modo. La invasión de la vecina Ucrania, cuya motivación tiene que ver con el europeísmo de este nuevo país legítimamente desgajado de la extinta Unión Soviética, constituye una amenaza para la propia seguridad europea. Sólo cuando la Federación Rusa se retire a sus fronteras, podrá tratarse y acordarse la mejor solución a los problemas de seguridad mutua que los cambios geopolíticos han planteado y aún quedan pendientes.
En nuestro país, la acertada, aunque tardía, decisión de implicarse en la defensa activa de la soberanía y la gente de Ucrania, aparte de implicar riesgos comunes al resto de la Unión, ha puesto al descubierto la fragilidad de la alianza gubernamental, causándole una doble división, primero, entre los dos socios y, luego, en el seno del menor. Urge, pues, explorar uniones más sólidas y acordes con los tiempos de volatilidad que hoy corren por Europa y el mundo. Para ello se precisan voluntades decididas que se atrevan a superar el anquilosamiento que amenaza con paralizar la política por la supremacía que la sobreideologización ejerce sobre el pragmatismo versátil que la nueva modernidad social y geopolítica pide. «Desperté del sueño dogmático», dijo Kant tras leer a Hume. A nosotros habrá de despertarnos esa realidad compleja y voluble que no se deja encerrar en rotundas burbujas ideológicas, sino que exige, como aconsejara Ortega, la humildad de «ir a las cosas» o, mejor aún, a la gente.