JOSÉ LUIS ZUBIZARRETA-EL CORREO
- Las elecciones autonómicas se han ganado tanta atención mediática porque son anticipos de las próximas generales y de alarmas que anunciarían su inminencia
Nunca habían tenido los comicios autonómicos repercusión mediática tan fuerte como la que están adquiriendo los que vienen celebrándose en esta legislatura. No, al menos, que yo recuerde. Desde que se produjo la chusca crisis de la Comunidad de Murcia, las elecciones que han tenido lugar en Madrid y Castilla y León, o las que ahora están a punto de culminar en Andalucía, han tenido un seguimiento no mucho menor que unas generales. La razón de tan inusitado interés no está, por supuesto, en que los asuntos autonómicos hayan ganado en relevancia en los últimos tiempos, sino en que la precariedad que transmite el trastabillante discurrir del Gobierno central genera honda curiosidad e incertidumbre. En tal sentido, más que por lo que significan, las elecciones autonómicas interesan por haberse convertido en anticipos de lo que pueda a ocurrir en las próximas legislativas o en alarmas que anunciarían su inminencia.
Lo que se escenificó en el pleno celebrado en el Congreso el pasado miércoles es uno de los más claros síntomas de la mencionada precariedad. Fue una reunión escolar de fin de curso. Difícil le habría resultado a cualquier observador distinguir entre quienes intervenían en la tribuna a favor del Gobierno y quienes lo hacían desde la oposición. Pese a que los temas tratados eran de los que se llaman de Estado -la última cumbre de presidentes y jefes de gobierno de la UE y las decisiones adoptadas en política exterior a propósito del contencioso saharaui-, pareció que la sesión iba de banalidades de la vida doméstica. Resultó un tanto patética la soledad de un presidente que, en temas de tal envergadura, tuvo que implorar a su socio que no destacara tanto las discrepancias. Y es que algunas voces que se decían aliadas sonaron más críticas que las que provenían de la oposición. No sería exagerado describir lo visto en términos de desbandada. Como si la inminencia de las urnas invitara a marcar distancias y a ir cada uno por su cuenta.
Aunque el espectáculo no fuera del todo nuevo, la gravedad de los asuntos que lo provocaron no es de las que se repare, como suele ocurrir, con el paso del tiempo. Todo lo que se trató en el pleno -política europea de ayuda a Ucrania en colaboración con la OTAN, relación con los países del Magreb en el contexto del contencioso saharaui y, en el trasfondo de este último y espinoso asunto, el oscuro origen de las escuchas telefónicas a destacados miembros del Gobierno- despertaba atávicas convicciones y emociones, que, adormecidas en la conciencia de los partidos, perviven en un letargo que habría preferido no verse perturbado. Un leve traspiés podía acabar en estrepitoso batacazo. Y, en el caso del contencioso saharaui, ha sido el puñetazo en la mesa del tercero en discordia, el Gobierno argelino, la chispa que ha provocado la inflamación de convicciones y emociones apagadas. OTAN, Sáhara y escuchas componen en la actual política española un conjunto de conflictos de incontrolable capacidad incendiaria.
Para los partidos que se dicen «responsables» y no sólo aspiran a comparsas, esos mismos asuntos, más que a la exacerbación de sentimientos, deberían invitar, por ser «de Estado», a alardes de pragmatismo, moderación y trato exquisito. Son de los que definen, a los ojos de la opinión pública, quién está dotado para gobernar y quién para incendiar las calles. Están presentes hoy y volverán a estarlo cuando llegue el momento de la alternancia, por lo que requieren más prudencia que osadía. Sería, por ello, lógico que los partidos hoy más enfrentados fueran los más proclives a entenderse y no hacer casus belli de lo que tan difícil solución implica, si es que alguna tiene. Está en juego la realpolitik, que discrimina al agitador del estadista. Pero no se impondrá la lógica. Quien precisa ayuda no está dispuesto a pedirla ni quien puede darla a ofrecerla. Todo queda así al albur de la caprichosa geometría variable y al ruego de que acuda mamá Unión Europea a sacarnos del embrollo en que, con intrépida temeridad, el Gobierno se ha metido.
Y, volviendo a las elecciones andaluzas, serán sus resultados los que indiquen el futuro de la legislatura. No están aún escritos, como tampoco lo estaban, mientras transcurría la campaña, los de la comunidad castellanoleonesa, que tantas decepciones y defecciones trajeron. Además, aunque se las trate como iguales, no lo son en absoluto asimilables las elecciones que deciden las asambleas autonómicas y las que componen el Congreso de los Diputados. Paciencia, pues, y a esperar.