Ignacio Camacho-ABC
- Si el periodismo deja de incomodar al poder estará muerto. Una cosa es el respeto y otra, con perdón, el mamoneo
- «No se puede ser amigo de un hombre de poder cuando tienes que escribir de él todos los días» (Jean Daniel)
Periodistas y políticos mantenemos desde siempre una relación difícil por antonomasia, como todas las que implican una coexistencia forzada. A veces es posible alcanzar un cierto grado de familiaridad matizada en un poso de mutua desconfianza porque lo que a nosotros nos importa suele ser para ellos materia reservada. Desde que las redes sociales permiten a los dirigentes públicos el contacto directo con la opinión ciudadana -o con su parte más sectaria- los medios convencionales han dejado de interesarles como caja de resonancia. Quieren titulares a medida, información sin contraste, opiniones de cámara. Y es probable que los hayamos malacostumbrado, por negligencia o por pereza intelectual, a ese ejercicio de rutina intermediaria que malversa la función periodística de vigilancia democrática.
El caso es que tienden a confundir la cortesía institucional con el asentimiento acrítico y la transcripción descontextualizada. Ese escrito de los socios de la alianza gubernamental a la Secretaría del Congreso, en el que se quejan del comportamiento inquisitivo de algunos reporteros, demuestra el sentido que la libertad de prensa tiene para ellos. A los promotores de escraches físicos y linchamientos cibernéticos les molestan las preguntas que cuestionan sus argumentos y consideran cualquier salida del carril oficialista una falta de respeto. Su concepto de la comparecencia informativa es el del discurso sin objeciones, el comunicado leído en directo y a menudo el del monólogo a palo seco. Y pretenden arrogarse la facultad de decidir, este sí, este no, quién es digno de cubrir la actividad del Parlamento. Estigmatización, declaración de personas no gratas, vetos. Acabáramos: la nueva política era esto. Censura ejercida en nombre del pueblo. Y como ya es triste costumbre, con la complicidad del Gobierno.
Lo malo es que el propio periodismo está dividido, por sesgo ideológico, ante este tipo de ataques que más allá de las trabas profesionales supone un intento -otro más- de restringir las libertades. Que no son para nosotros y para los que nos caen bien sino para todos, por más que puedan dar lugar a momentos incómodos. Tiene gracia esto de los partidos extremistas acusando a los demás de faltar al decoro o de comportamientos tendenciosos. Sería cómico si no mediase un problema de fondo, que es el designio de eludir los asuntos enojosos. El día que se nos olvide que un rol esencial de este oficio consiste en tocarle al poder, sea el que sea, los huevos seremos moral y socialmente inservibles, triviales, superfluos. Y esto no significa estar de acuerdo con ciertos métodos, sino ser conscientes de que lo prioritario, lo esencial, son los derechos. Y de que una cosa es la ‘cordialidad’ y otra, con perdón, el mamoneo.