IGNACIO CAMACHO-ABC

  • El pacto de coalición en Valencia es un paso en falso que deja al PP en el punto exacto a donde Vox quería llevarlo

El Partido Socialista triunfó cuando hizo políticas transversales. El sanchismo, en cambio, no logra rebasar el treinta por ciento porque su alianza con fuerzas radicales le impone un sesgo sectario que obstaculiza su crecimiento. Las mayorías se construyen desde la centralidad, que no es un concepto ideológico sino un planteamiento moderantista, ecléctico, justo el que ha permitido al PP cimentar sus mayores éxitos.

Vox, sin embargo, es una formación minoritaria que debe su ascenso al combate contra los excesos de la izquierda, planteado como una batalla ‘cultural’ basada en símbolos, contraseñas identitarias y gestos con los que compensar su falta de experiencia -y acaso de interés- en las tareas de gobierno. Ejemplos: presentar como candidato autonómico en Valencia a un condenado por violencia de género o designar como vicepresidente y responsable de Cultura a un torero. Casos concretos en los que el guiño disruptivo resulta, si no un mérito, un claro factor determinante de su elección para ambos puestos.

De esa manera, Abascal ha conseguido que a Feijóo le estalle en las manos su política de pactos. La ‘prisa por tocar pelo’ -expresión de un dirigente de Génova- de los populares valencianos ha precipitado un acuerdo mal resuelto y peor gestionado en el manejo de las prioridades y los plazos. El problema no es que exponga un flanco a la contraofensiva de un rival acorralado, sino que compromete la declarada aspiración de gobernar España en solitario. Vox tiene ahora al PP donde y como quería: obligado a aceptarlo ante la opinión pública como socio imprescindible y forzado a improvisar en otros territorios un ejercicio de contorsionismo táctico para tratar de corregir el evidente paso en falso que supone aceptar la coalición en vez del compromiso programático. Para gran parte de votantes de la derecha se trata de algo natural y por tanto descontado, pero la pretensión de captar el sufragio ‘útil’ de los sectores templados ha quedado en peligro tras este error de novatos.

Claro que al cabo de cuatro años de ‘modelo Frankenstein’ el PSOE no se halla en condiciones de demonizar a nadie ni de dar ninguna clase de lecciones morales. Lo que está en juego es la posibilidad de plantear al país una oferta transparente sin autorrectificarse, sin soltar zurrapa al primer taponazo como le ocurrió a Sánchez. La estrategia inicial era correcta: aguantar el pulso, esperar a las generales forzando incluso alguna primera investidura regional perdida, y sentarse luego a negociar con todas las cartas sobre la mesa y una idea completa de la correlación nacional de fuerzas. Ahora es mucho más difícil presentar al electorado un proyecto de sociedad abierta, sin concesiones al conservadurismo populista ni a la hiperventilación dialéctica. Se suponía que la derogación del sanchismo iba a consistir en marcar desde el principio las diferencias.