EL MUNDO 27/10/14
JOAQUÍN LEGUINA
· El autor analiza el ascenso de Podemos y advierte de que es un partido populista que apela a una falsa democracia directa basada en el voto por internet, mientras se organiza como un partido muy jerarquizado.
LUCIANO RINCÓN, un gran periodista y escritor, se pasó en las cárceles franquistas buena parte de su juventud, primero como miembro del FLP (el Felipe) a propósito de la fracasada HNP (huelga nacional política). Más tarde volvió a ser encerrado por haber escrito una biografía (evidentemente no autorizada) de Francisco Franco.
Durante su última estancia en prisión Luciano escribió un maravilloso libro titulado Cartas intercambiadas entre Paracelso y Paul Éluard, y en él recoge una conclusión definitiva acerca del funcionamiento carcelario: «Aquí toda mejora empeora».
Y yo me pregunto si la sentencia de Rincón no es aplicable también a las últimas crisis políticas sufrida en el sur de Europa. Veamos:
La revolución francesa (1968) trajo consigo un triunfo electoral avasallador del general De Gaulle, quien pronto fue sustituido por su mano derecha, Georges Pompidou. En suma: la derecha gaullista permaneció en el poder 15 años más tras la revolución y conviene recordar que su último presidente fue un tipo profundamente obtuso llamado Valéry Giscard d’Estaing.
Al inicio de los años 90, el régimen político que nació en Italia tras la derrota del fascismo fue estrangulado por las manos limpias de jueces impecables, que dieron paso al interminable populismo de Berlusconi. Otro salvador, el cómico Beppe Grillo, protagoniza el último giro italiano, que se inscribe en lo que muy freudianamente podría denominarse «el final de una ilusión», un final que ha llegado de la mano de la crisis financiera de 2008, pronto transformada en crisis económica, social… y política.
Veámoslo con algo más de perspectiva.
Diversas formas de impaciencia respecto a la democracia han aparecido por doquier a causa de la crisis. Una impaciencia que va desde los indignados de la Puerta del Sol a los de OccupyWall Street.
D. Schapper (El futuro de la democracia, 2012) sostiene que la democracia se basa en un conjunto de ficciones que niegan muchos impulsos «naturales», como, por ejemplo, que las personas seamos diferentes. Otro impulso «natural» consiste en que mande el más fuerte. La hipótesis democrática supone, por el contrario, que los hombres y las mujeres son iguales y que todos los humanos deben ser tratados de la misma forma, y más aún, que la soberanía les corresponde a ellos, a los ciudadanos. Además, la hipótesis democrática prevé que quien manda es aquel que tiene la mayoría y que esa mayoría puede fluctuar, mientras que a las minorías se les reconoce el derecho a existir y a expresarse. Así pues –y siempre según Schapper– «la postura que asume la democracia es de lo más acrobática, teniendo en cuenta la cantidad de principios naturales que rechaza».
Que la democracia sea «artificial» no es un defecto sino una gran virtud, pero es una virtud que padece una gran fragilidad. O dicho de otra forma: la democracia no es una plaza conquistada sino que es el final (provisional) de un proceso histórico, el cual, por decirlo en términos azañistas, no ha hecho mejores a los hombres, simplemente, los ha hecho hombres.
No es de extrañar, por tanto, que en momentos de crisis haya gente que harta de los abusos de los partidos exija pasar de las musas al teatro. Es decir, de las ficciones a la realidad. La primera, la ficción de la igualdad («Todos los humanos nacen libres e iguales»). En sociedades complejas no hay forma de conseguir esa igualdad, que algunos interpretan como una igualdad total, es decir, que «lo mismo vale un burro que un gran profesor» (Discépolo dixit), pero la única forma de interpretar la igualdad es como igualdad de oportunidades, pues las distinciones entre las personas son necesarias para que la sociedad funcione, y eso trae consigo desigualdades: el ejército tiene que tener un solo mando, el docente es el responsable de la clase, el juez y el procesado no pueden intercambiarse los papeles, etc.
¿Y qué decir de la soberanía popular? La realidad es que mediante su voto los ciudadanos otorgan a un número limitado de personas la representación y el gobierno, mientras que el ciudadano tan solo conserva el derecho a valorar su conducta en el siguiente turno electoral. Interpretación ésta que no se compadece con la idea primaria de soberanía, es decir, con la democracia directa, que hoy se ha vuelto a poner de moda. La democracia directa, como se sabe desde
Pericles, es directa, pero no es democracia, entre otras cosas porque ese ejercicio directo del voto anula la existencia de responsabilidades y el concepto de responsabilidad política es intrínseco a cualquier régimen representativo que quiera ser llamado democrático.
Tampoco es cierto que cualquiera puede acceder en igualdad de condiciones a los cargos representativos. En realidad, la representación política solo es accesible a un reducido grupo de personas, que, además, tienden a seguir en sus puestos. Ello da lugar a la perpetuación de grupos y élites políticas. Es posible (como sospechaban Max Weber y Robert Michels, que ya lo describieron al principios del siglo XX) que ese fenómeno sea intrínseco a la deriva que han tomado los partidos en España, creando grupos endogámicos e inaccesibles que tratan la política como una propiedad privada.
Al quedar en evidencia la inexistencia de accesibilidad universal se ha producido un distanciamiento mortífero entre los políticos y la sociedad civil. Es más, el descubrimiento del carácter de casta de esos grupos ha terminado por producir el odio hacia la clase política.
Si a esto se une la percepción de la corrupción (que cuanto más se reprime en los juzgados y en la prensa más se percibe como mal generalizado por parte de la ciudadanía), no es de extrañar que florezca por doquier el populismo justiciero y, de paso, que el principio de representación, intrínseco a la democracia, se vea hoy como si fuera una forma de impedir el acceso a la esfera política.
Estas críticas se han exacerbado con el nacimiento de la democracia digital, es decir, la utilización de internet para crear movimientos, promover convocatorias u organizar votaciones. Este fenómeno ha conseguido producir la ilusión de que uno participa, que está ahí, que se cuenta con él.
EN ITALIA este nuevo populismo digital lo ilustra el Movimiento 5 estrellas, dentro del cual, como ha escrito Rafaele Simone, «todos votan telemáticamente sobre todos los asuntos, pero nunca se reúnen; ellos consideran que están poniendo en práctica el principio de accesibilidad universal, pero su jefe (Beppe Grillo) se autonombró, es materialmente inaccesible, se muestra totalitario en las posturas que adopta y en las palabras que pronuncia, y goza de un cargo a perpetuidad y, sin embargo, sus seguidores están convencidos de que son todos iguales, aunque carecen de estatutos y de cualquier otra garantía.
En esa misma línea, el fenómeno español de Podemos, más tardío, pretende hacer política, pero disfrazada de no-política. Podemos no tiene un pasado con aciertos ni errores y hasta ahora se ha aprovechado de que existe mucha gente que antes que racionalidad prefiere soluciones voluntaristas.
Podemos dice ser construido de abajo a arriba. No es así en absoluto y esa falsedad ya ha producido las primeras contradicciones en el seno del pueblo. La tendencia natural conduce a que en breve plazo el pequeño grupo de profesores universitarios que promocionó la idea diseñe un partido al estilo más clásico y deje la participación en manos de internet (una participación más falsa que un duro sevillano). Apoyándose, eso sí, en una estrategia de comunicación impulsada –como hasta ahora– por grupos mediáticos relevantes.
Esta intención de recrear el centralismo democrático ha quedado clara desde el momento en que sus líderes han presentado unos estatutos que plantean una dirección centralizada y jerarquizada. Sería bueno que, en algún momento, quienes se sientan –y con tanta razón– engañados, humillados y ofendidos se pregunten: «¿Debo dejar que mi cabreo lo administre un grupito de universitarios radicales y prepotentes?».
Lo dicho. Al final va a tener razón Luciano Rincón: «Aquí toda mejora empeora».
Joaquín Leguina es miembro permanente del Consejo Consultivo de la Comunidad de Madrid.