Las lágrimas de Oriol

EL CORREO 27/10/14
MANUEL MONTERO

· Los lloros públicos del líder soberanista confirman que la política catalana se ha convertido en una cuestión de sentimientos desbordantes y épica onírica

Los políticos también lloran, se supone, pero por lo general lo harán en privado. Llorarían cuando tuvieron que dejar las tarjetas opacas, que aquello sería un valle de lágrimas, como ahora, al verse en la picota, ellos y sus gastos. Otra cosa es el llanto en público. Oriol Junqueras, pontífice máximo de ERC y uno de los responsables de la actual desestabilización, se ha echado a llorar en una entrevista radiofónica. No llora por las tensiones o por la quiebra de la convivencia. Le ha podido la emoción al hablar de la independencia de Cataluña y de la necesidad de proclamarla cuanto antes. Le angustia imaginar que no se haga. Le saltan las lágrimas irrefrenables, no son de cocodrilo.

Se percibe que no es una pose, un paripé con afanes electoralistas. Este hombre lloraba con sinceridad, le duele el alma pensar que no se cumpla su deseo, que identificará con la felicidad social. Llora porque le duele la Cataluña soberanista –y se la sopla el resto– y le indigna que no le den el gusto, que creerá noble, necesario y por encima de cualquier otra consideración.

Las lágrimas de Oriol nos sitúan en otra dimensión: definitivamente el soberanismo catalán no es de este mundo, cuando ha llegado a tal sobreexcitación y uno de sus principales líderes no puede contenerse. Seguramente Oriol es sólo la punta de lanza de un movimiento hoy por hoy cargado de emotividad, las lágrimas a flor de piel. A Mas se le ve de otra pasta, pero si también le diese por ahí la nación del seny se convertiría en un concierto de plañideras.

No suele ser frecuente el lagrimeo en la política española. El antecedente más inmediato es el de Moratinos cuando le cesaron de ministro de Exteriores, pero no le dolía lo que perdía la patria con el cese sino él propiamente. Eran lágrimas humanas, no metahistóricas, por abandonar un cargo al que le habría cogido cariño, además de la rabia que tuvo que darle que Zapatero, inteligente de solemnidad, le hubiera engañado diciéndole que seguiría.

Más repelús provocan los semilacrimeos de Gallardón cada vez que abandona un puesto, de grado o a la fuerza. Da siempre la impresión –ha repetido la jugada– de que está a punto de saltar a llorar por la emoción del trance, por cómo se le congestiona la cara y enrojece, parece un niño al borde de la rabieta por quedarse sin juguete. En su día provocaron compunción y solidaridad las lágrimas de Esperanza Aguirre, al anunciar el abandono de la política por enfermedad asegurando «no hay vuelta atrás», pero como por lo que se ve fue amago, no queda buen recuerdo. Sólo la sensación de que en Madrid son muy llorones. De allí son los tres mencionados.

Por lo demás, es raro el recurso lacrimógeno en la política española. A Boabdil le dijo su madre que llorase de una vez –como una mujer lo que no había sabido defender como un hombre–, señal de que, ante la indignación materna, el hombre se iba de Granada como unas pascuas, tan tranquilo, a saber en qué estaría pensando.

Aquí no encontramos llantos comparables al de Elsa Fornero, la ministra italiana que prorrumpió en lágrimas cuando presentó el programa de recortes. El político español es más rudo, pues son muchos siglos de inquisición y prepotencia del poder como para andarnos con sensiblerías. Sin distingos ideológicos, unos y otros nos han ido recortando las entretelas sin lagrimita alguna, ni siquiera furtiva. Como con gusto. A los efectos no cuenta cuando Soraya Sáenz de Santamaría se compungió al presentar el Fondo Social de la Vivienda. Dio la impresión de que estaba al borde de las lágrimas –pero sin el arrebol gallardoniano–, pero no es lo mismo estar al borde que sustanciar.

Pose o no, se hacen más nobles las lágrimas de Elsa Fornero que los motivos por los que lloran los políticos en España. Tampoco conmueven –o han dejado de hacerlo, excepto en lo que gusta ver a un presidente de Estados Unidos haciendo de hombre humano– los lloros de Obama, que es de lágrima fácil y lo mismo le asoman las lágrimas a los ojos por una matanza escolar que al despedirse de los voluntarios de su campaña electoral, que cuestiones tan diferentes le afectan al espíritu en grado equiparable. No selecciona.

Los lloros públicos de los políticos suelen ser de índole bien diferente a los del prócer catalán. Lloran porque pierden el puesto, por las tragedias, por los efectos fatales de sus políticas, para quedar bien. Nada de esto se da en la llorada de Junqueras. Estará compungido hasta el extremo, de modo que no se puede contener, pero en cierto sentido llora a la ofensiva. Llora para lograr el juguete que añoró desde la infancia. No porque haya perdido nada sino porque quiere más. En sus lágrimas se nota la épica onírica de un pueblo en marcha hacia su libertad, de sardana en sardana hasta la victoria final, encabezado por san Jordi y, en su sueño, quizás por Oriol mismo en funciones de libertador, a la diestra del Honorable o quizás en su puesto.

Estas lágrimas a la ofensiva confirman que la política catalana ha dejado de ser política y se ha convertido en una cuestión de sentimientos desbordantes. Al ver a este hombre sobrepasado por tal sensibilidad cuesta imaginarlo como un político ponderando ventajas e inconvenientes, dándolo todo por los ciudadanos en el amplio (y propio) sentido del término. Llora por cómo va lo suyo, entendiendo por tal no su puesto –no parece de esos–, sino su sueño tribal. Este hombre llorará de felicidad si consigue su independencia: por quitarse a España de encima y por tener a los catalanes españoles debajo. No se sabe qué le dará más llanto.