ABC 11/12/14
LUIS VENTOSO
· No hay país capaz del ejercicio de autocrítica de EE.UU. ante sus torturas
HAY gente para todo. A algunos hasta les gusta el brécol hervido, sanísimo, según enfatizan los facultativos que tutelan nuestras arterias (una de las miserias de la condición humana es que haya resultado saludable precisamente el brécol, y no las pizzas, el jamón y las patatas fritas). A otros les fascina la democracia bolivariana. Admiran a Chávez y Maduro, porque han traído el desabastecimiento, han enjaulado a la oposición y han convertido la gobernación en un sainete parasicológico, donde el sátrapa muerto se aparece a su sucesor reencarnado en pajarillo. Existen incluso originales analistas que ensalzan el caudillaje de Putin. Contemplan a la Madre Rusia como la portadora de unos valores eternos, que contraponen a la imparable podredumbre de Occidente. Los envenenamientos con polonio, el gulag de Jodorowsky, la invasión de Crimea, el autoritarismo, la corrupción y el estancamiento económico, con monocultivo de las materias primas, resultan más emocionantes que el soporífero Estado de Derecho europeo. En fin, para gustos se pintan colores, salvo en un asunto: es inusual encontrar en España a alguien que elogie a Estados Unidos, pues nuestro clima de opinión está dominado de antiguo por un resabio antiliberal.
«¿Hemos torturado a la gente? Sí ¿Ha funcionado? No». Ese es el resumen franco del senador Angus King sobre las torturas de la CIA tras el 11-S, llamadas eufemísticamente «interrogatorios reforzados». Desde 2009, el Senado ha investigado los métodos de la Agencia, en una comisión de la que se han apeado los republicanos. El martes se desclasificaron 528 páginas de un dosier de 6.000, que debería publicarse íntegro. El resumen es que la CIA fue mucho más allá de los interrogatorios duros que autorizó el presidente Bush, que tampoco quiso saber mucho sobre qué ocurría. Hubo graves vejaciones a los presos: ahogamiento simulado, camas de hielo, una semana sin dormir, amenazas de muerte con un taladro en la sien, alimentación con sonda rectal. Torturas.
Algunas figuras estadounidenses han condenado el ejercicio de autocrítica. Vienen a decir que el fin justifica los medios, que con las torturas la CIA evitó más atentados. Los interrogados no eran píos varones, eran genocidas, asociados incluso al ataque de Nueva York, con 3.000 muertos. Además, creen que al divulgar los abusos se empeora la imagen de Estados Unidos y se fomentan la venganza. Pero son argumentos que no se sostienen moralmente, que es donde debe dirimirse este debate.
Si Estados Unidos diese por buenas las torturas, se estaría equiparando a quienes dice combatir. Perdería su autoridad moral. Toda su apelación a las libertades y los derechos se convertiría en quincalla. En una versión salvaje, casi psicótica, el «todo vale en nombre de la causa» es también el argumento de los matarifes islamistas. La democracia americana se ha mirado al espejo, no le ha gustado lo que ha visto y lo ha destapado para corregirlo. Cierto que para completar el ejercicio con absoluta grandeza habría que haber llevado ante la Justicia a los torturadores. Pero incluso con ese lunar, ¿quién acomete una autocrítica democrática como esta? ¿Xi Jinping? ¿Los iraníes? ¿Vladimir?