José Antonio Zarzalejos.El Confidencial

  • Si el Gabinete entra en colisión con el TC, y parece tentado, la situación empeorará, porque será una nueva contribución a la fragilización del sistema

Aunque la expresión ‘annus horribilis’ (año horrible) es una calificación latina opuesta a la de ‘annus mirabilis’ (año maravilloso), y ambas se han utilizado en el ámbito eclesial, Isabel II de Inglaterra la introdujo en el político al definir 1992 como aquel año al que no recordaría “con total placer”. En aquellos 12 meses, a la soberana británica le ocurrió de todo y nada bueno. ‘Mutatis mutandis’, como a Pedro Sánchez este mes de julio, en el que se le han acumulado las contrariedades y sus errores han desatado sus más negativas consecuencias. 

La convergencia de la gravedad de la quinta ola del coronavirus con el pandemonio de decisiones judiciales que en unos sitios autorizan y en otros no medidas autonómicas para atajar los contagios y, finalmente, con el fallo del Tribunal Constitucional que anula parcialmente el real decreto que declaró el estado de alarma del 14 de marzo del pasado año, en lo relativo al confinamiento, sitúa al presidente del Gobierno en una tesitura especialmente comprometida.

Y lo hace por varias razones: a) la desescalada está siendo un fracaso sanitario y económico porque ha hecho decrecer las limitadas expectativas de la industria turística española; b) queda acreditado que la legislación ordinaria no es suficiente para combatir los contagios, por más que insistiesen en lo contrario la ministra de Sanidad y el propio Sánchez, y 3) es seguro que el segundo estado de alarma de octubre de 2020, de seis meses de duración, gestionado por las autonomías, será también parcialmente anulado por el órgano de garantías constitucionales

Es tan obviamente fallida la política gubernamental en el combate de la pandemia —España es el farolillo rojo de la Unión Europea— que cualquier consideración adicional resultaría redundante y, por lo tanto, innecesaria. A los que, por ignorancia o mala fe, atribuyan al fallo del Constitucional afanes regresivos, habrá que señalarles que la determinación adoptada —con magistrados de distintas tendencias militando en criterios opuestos— es plenamente garantista porque el estado de excepción requiere debate y autorización previa del Congreso de los Diputados, convirtiéndose la Cámara de representación popular en el auténtico vigilante de los derechos y libertades de los ciudadanos al tener las facultades legales para determinar el alcance de tal situación de emergencia. Su duración limitada, además, hubiese permitido que, mientras estuviera vigente, se aprobase una normativa específica de carácter orgánico. En cualquier caso, el derecho no es una ciencia exacta.

Algunos juristas de mucho fuste ya establecieron un debate sobre la adecuación del estado de alarma a la intensidad de su injerencia en el derecho a la libre circulación y, como en el TC, hubo opiniones encontradas, de modo que a nadie interesado en este asunto le puede haber sorprendido la resolución del órgano de garantías constitucionales. Las dudas debieron haber sugerido al Ejecutivo mayor prudencia con la declaración del segundo estado de alarma en octubre pasado, y tampoco la hubo, sino que se rizó el rizo: el Gobierno lo extendió por seis meses de una tacada —sin control parlamentario pautado— y delegó su ejecución en las autonomías. El Constitucional también se lo reprochará. Y si el Gabinete entra en colisión con el TC por este asunto, y parece tentado, la situación empeorará porque será una nueva contribución a la fragilización del sistema tan calurosamente aplaudida por sus socios de coalición y sus aliados en el Congreso. Mejor, prudencia. 

Siendo grave el fracaso en la pandemia, lo es también —aunque en otra dimensión— el fiasco de la crisis de Gobierno. A día de hoy, la conversación pública y la mediática mantienen un relato erosivo para el presidente porque la circulación de los argumentos está referida a las circunstancias en que se produjeron los ceses de su anterior núcleo duro y no en las expectativas que suscita el nuevo. Sánchez aparece retratado de manera desagradable, como un político gélido, como un hombre insensible a los valores de la lealtad y la amistad, como un jefe de equipo insolidario. Como el autor, en fin, de una purga más que de un relevo en siete carteras de su Gabinete. La oscuridad que envuelve el cómo y el porqué de algunas destituciones —Ábalos, Campo, Redondo— amenaza con una narrativa que no va a remitir en las próximas semanas. ¿Algún conejo en la chistera para hacer descarrilar el culebrón del 10-J?

Por si fuera poco, a la crisis de Marruecos se le ha añadido, con el Gobierno recién llegado, la de Cuba. El mismísimo Sánchez tuvo que acudir este martes a Telecinco para componer lo que su nueva portavoz no acertó a contestar, su recién nombrado ministro de Exteriores no expresó con contundencia y su partido socio en el Gobierno —Unidas Podemos— desarregló al negarse a calificar el régimen cubano como lo que es —una dictadura—, aunque hubiese sido bastante que Isabel Rodríguez o José Manuel Albares hubiesen mostrado un poco más de determinación. La necesaria para que Sánchez no tuviese que echarles un capote el primer día de su gestión

No tiene el presidente dónde poner los ojos. Este miércoles, los sindicatos se han movilizado reclamándole un nuevo incremento del SMI (la inflación se ha encaramado hasta el 2,7%, la más alta en los últimos cuatro años), los empresarios se niegan en redondo a aceptar el planteamiento de la reforma laboral de Yolanda Díaz y la sostenibilidad de las pensiones sigue siendo una asignatura pendiente, cuestiones todas ellas sobre las que el Ejecutivo tiende a procrastinar porque no sabe de qué percha parlamentaria colgar sus propósitos. 

Y para remate, los máximos representantes de sus socios parlamentarios, Aragonès (ERC) y Urkullu (PNV), le plantan hoy —y al Rey— en la plaza de la Armería de Madrid en el acto del segundo homenaje a las víctimas del coronavirus. Ambos dirigentes ya han adelantado que tampoco asistirán a la conferencia de presidentes que se celebrará a finales de mes en Salamanca. Y eso, a pesar de los indultos —que colean— y las generosas ofertas de la Moncloa a la Generalitat —directamente o a través del empresariado local—, que alertan y molestan a las demás comunidades. Para que nada faltase, ya se cruzan apuestas sobre si el Gobierno consentirá o no que se contraavale con dinero público catalán la garantía que preste una entidad financiera para eludir los embargos de 39 ex cargos públicos de la Generalitat que contrajeron, presuntamente, responsabilidad patrimonial durante el proceso soberanista según el Tribunal de Cuentas. ¿Quién da más?