POR MUCHO que nos admiremos del triunfo de Ciudadanos en las últimas autonómicas de Cataluña, fruto de su probado coraje en la defensa de las libertades civiles de todos los españoles y de la nación que las garantiza y protege, su discurso no pocas veces se contagia de ese victimismo nacionalista ocupado en blandir un espantajo al que llaman Espanya, y al que hay que destruir con buenos golpes de hoz para llegar a esa tierra promisoria, «rica y plena», que imaginaron els segadors. Lo digo por la polvareda que ha levantado Albert Rivera respecto de nuestra Ley Electoral. Ahora resulta que la LOREG es la responsable subsidiaria de que la clara y persistente mayoría no nacionalista quede infrarrepresentada en el Parlamento catalán. El argumento es que la normativa catalana, copia de la española, otorga un mínimo de diputados a las provincias menos pobladas, que son bastiones nacionalistas. Ese mínimo sería la prima que habría permitido sumar una mayoría parlamentaria a la plataforma pro-Puigdemont, Esquerra y la CUP. Una injusticia de la que, encima, no podemos quejarnos. ¿Acaso no ocurre lo mismo en toda España? ¿Es que Soria –ejemplo recurrente– no tiene más escaños por habitante que Madrid?
Y hete aquí que, como la normativa catalana parece fotocopia de la ley nacional, los constitucionalistas seríamos responsables de los desequilibrios que han permitido esa mayoría nacionalista. Ergo, antes de tocar la normativa catalana, habríamos de dar ejemplo embarcándonos en una reforma de la LOREG que nos traería, trocando D’Hondt por Sainte-Laguë, mucha justicia electoral y, me atrevo a predecir, muchos parlamentos ingobernables, parálisis legislativa (¿nadie se apercibe de que seguimos sin Presupuestos?) y mayor dependencia de los nacionalistas. Y todo el lío para que disfrutemos el lujo de tener unos pocos diputados más de Cs y Podemos, y de paso purguemos, especialmente los sorianos, el pecado de haber fabricado el predominio nacionalista en Cataluña.
Es frustrante que, tras casi cuatro décadas de Estado autonómico, las normas e instituciones comunes sigan teniendo la culpa de todo. Y ello, después de haber dotado a las autonomías de inmensos recursos y capacidad de legislar en un amplísimo abanico de competencias –incluidas sus propias reglas electorales–; y también después de haber renunciado a aquella aspiración de nuestros añorados abuelos liberales de culminar un Estado de derecho con plena unidad legal y jurisdiccional. Una renuncia para integrar a los nacionalistas en el pacto constitucional. Juzguen para qué ha servido. Lo que nos faltaba era, ahora, que la cantinela de la culpabilización la asuman los partidos que deberían preocuparse por potenciar esas leyes e instituciones de todos.
Como todos los expertos hablan de Soria como ejemplo máximo de la injusticia electoral, no me queda otra que volver a mentarla, siquiera para desagraviar a sus electores. Soria, en efecto, elige dos diputados al Congreso, el número mínimo que se atribuye a todas las provincias españolas. ¿Por qué se requiere un número mínimo? Porque sin él sería imposible cumplir el artículo 68 de nuestra Constitución, que establece que en las circunscripciones provinciales –Ceuta y Melilla no lo son– el reparto de los escaños del Congreso entre las diversas candidaturas atienda criterios de representación proporcional. ¿Puede repartirse proporcionalmente un escaño? No. Hablando de justicia electoral: ¿es más justo que Soria tenga un solo diputado y que todas las listas que no sean la más votada, con independencia de toda proporción, se queden sin escaño? Tampoco.
Vámonos a la sufriente normativa catalana, tan imperfecta por el contagio mesetario. Sus elementos se contienen en la Cuarta disposición transitoria del Estatuto de 1979 que, por arte de birlibirloque, el Parlamento catalán decidió mantener vigente cuando mudó de Estatuto en 2006. Los nacionalistas y sus adláteres han estado tanto tiempo pico y pala con los Països que les faltó tiempo en 38 años para aprobar una ley electoral. Si nos centramos en el párrafo segundo que, entre otras cosas, establece el reparto previo de los escaños entre las cuatro provincias catalanas… voilá, encontramos que el número mínimo de escaños de cada una de ellas no es de dos, como en Castilla y sus colonias, sino de… ¡seis! ¿Pero es que con un mínimo de cinco, cuatro, tres o dos no puede aplicarse el escrutinio proporcional? En la Cataluña nacionalista no. El fet diferencial ha establecido arbitrariamente la barrera en seis, sustrayendo 16 escaños, cuatro por provincia, al reparto por criterios demográficos.
Pero agárrense, que hay más. No contenta con esta notoria injusticia, a mayor gloria del pujolismo y sucesores, el Estatuto ¡fija el número exacto de escaños que debe tener cada provincia catalana! Es decir, que Barcelona ha permanecido desde 1979 a 2017 con los mismos 85 escaños, con independencia de sus habitantes. Es más, Gerona siempre ha tenido 17; Lérida, 15; y Tarragona, 18. Mientras en las elecciones generales, con ese mínimo de dos escaños, el cupo de cada provincia ha variado con los movimientos de población, la Dinamarca del Sur, emulando a la Inglaterra de los burgos podridos, ha mantenido 38 años inmóvil –y porque sí– el número de escaños por provincia. Ni en la España de la Restauración, tan caciquil como la pintan, ni en ningún otro periodo de nuestra historia electoral general, desde la Guerra de la Independencia, ocurrió nada parecido.
Si para criticar los desafueros del nacionalismo, como lo es indudablemente éste, los que defendemos este espacio de libertades llamado España necesitamos hacer previa penitencia y asumir culpas que no nos corresponden, habrá que admitir que tenemos un grave problema. Espero y deseo que no acabemos convirtiéndolo en una cuestión de legitimidad del Estado-nación y de la Monarquía constitucional, en beneficio de quienes proyectan arrumbarlos. Como dijo hace años Jean-François Revel, los demócratas no podemos pasarnos la vida considerando a los nacionalistas como los hijos pródigos, unos malaconsejados a los que no hay que hacer rabiar con nuestras críticas por si algún día se les ocurre arrepentirse. Y menos debemos perder el tiempo fustigándonos con el «algo habremos hecho» para que esta gente sea así. Esta gente, mayor de edad, responsable y con plena capacidad de obrar, ha asumido una doctrina política muy difícil de avenir con la democracia. Los demás también tenemos nuestros problemas y aspiraciones, y no por ello nos abonamos a destruir la sociedad política que nos hace libres.
ASUMO el escepticismo con el que Elie Kedourie tomaba expresiones tan incongruentes como «nacionalismo moderado». Los nacionalistas nunca han dejado de ser independentistas. La única diferencia que cabe hacer en punto a supuestas moderaciones es el tiempo que aquéllos necesitan para crear la «conciencia de nación», adoctrinando a quienes administran en la pertenencia al volk de su invención, y la coyuntura que les permitirá parir el nuevo Estado. Siento mucho anunciar a pacatos y a biempensantes que el pacto constitucional fue para los nacionalistas una fórmula con la que sacarnos el instrumento que les permitiría perseguir su objetivo último. Y nunca abdicarán de éste, por muy virtuosos que seamos los españoles y nuestros gobiernos, porque sus partidos no tienen previsto renunciar a sus doctrinas. No podrán hacerlo mientras no se convenzan verdaderamente de que ni por las buenas ni por las malas lograrán jamás su objetivo.
Por ello, legitimamos sus falsedades cuando asumimos, frente a toda justicia y razón, sus ataques contra nuestras leyes e instituciones. Con todas sus fallas, el sistema electoral español ha sido un mecanismo vital para estabilizar nuestra democracia y, por cierto, una apreciable forma de combinar, como nos reconocen en el extranjero, dos principios tan poco compatibles como la representatividad y la gobernabilidad. Si pensamos reformarlo, debería ser para construir sobre sus elementos, no para abolirlos. Así no arruinaremos lo mucho que nos ha hecho ganar desde 1977.
Roberto Villa García es profesor de Historia Política en la URJC y autor de España en las Urnas. Una historia electoral (Catarata, 2016) y de 1936. Fraude y violencia en las elecciones del Frente Popular (Espasa, 2017).