TSEVAN RABTAN MADRID-EL MUNDO
Los líderes del movimiento secesionista encausados afirman que el ‘procés’ fue una farsa y se preguntan: ¿Quién fue tan imbécil como para pensar que íbamos en serio?
Esta semana, en la que han declarado los mandamases –tan atractivos para el periodismo patrio, siempre ávido de titulares arrojadizos–, comenzó con los dos últimos acusados: Cuixart y Forcadell. El primero nos colmó de regalos: que Òmnium busca fortalecer la democracia en todo el mundo (privando a los españoles de su capacidad de decidir sobre Cataluña); que el régimen de Franco–¡presente!– era un Estado de Derecho; que la desobediencia civil no ataca al ordenamiento jurídico, cuando eso –y la asunción de las consecuencias– es precisamente su razón de ser; que a él no le gusta romper cosas, aunque parezca feliz rompiendo España; que mintió para salir de prisión; que nunca desconvocaba una concentración, pero que el 20/9 sí lo hizo, en una excusatio non petita de libro. Dio explicaciones patéticas sobre el hecho de que utilizase la expresión «altar majestuoso» para referirse a un coche destrozado de la Guardia Civil y, para justificar un tuit en el que llamaba a proteger los locales de votación, terminó sustituyendo locales por democracia, en un fantástico ejercicio de sinonimia imaginativo-exculpatoria.
Forcadell debía llevar aprendido a machamartillo «céntrate en lo formal», porque se pasó de frenada y terminó afirmando no leer lo que votaba. Extraña actitud: no lee lo que vota y no vota lo que lee, como el preámbulo de la DUI. Remarcó las suspensiones ordenadas por el TC, incumplidas porque llegaban tarde, sin darse cuenta de cómo refuerza eso la tesis de la maldita astucia y las carreras para la aprobación de leyes y decretos, y cómo debilita sus risibles explicaciones sobre la inexistencia de una estrategia concertada. Se vio apoyada por dos presidentes del Parlamento (De Gispert y Benach) pero, al margen de que estos no recibieron nunca un requerimiento judicial, uno de los fiscales desveló cómo en tiempos se inadmitió expresamente un proyecto por falta de competencia. Se aferró a un –en mi opinión, falso– cambio de jurisprudencia constitucional que la hizo refugiarse en el reglamento de la cámara. Es decir, admitió haberse atribuido la condición de máxima intérprete de la ley. Fue especialmente relevante su absurda comparación entre el Parlamento catalán y la Cámara de los Comunes: entre una cámara autonómica y una en la que sí reside la soberanía nacional.
En baloncesto, los últimos minutos son, a veces, minutos de la basura. En este juicio, es al revés. Los primeros testigos han sido testigos de la basura por su poca trascendencia. Sáenz de Santamaría y Rajoy, formales y repetitivos; sólo aquella tuvo algún problema con el interrogatorio del letrado Melero y la cuestión de la falta de utilización de la LOTC para apartar al Govern. Rajoy y Zoido dieron la explicación oficial sobre la exclusión del estado de excepción: la afectación a derechos individuales. La pachorra de Zoido le hizo parecer dubitativo: manifestó que desde el 8/9 se valoraron escenarios y que uno no despliega 6.000 hombres de la noche a la mañana; que Policía y Guardia Civil iban en misión de apoyo, pero que, tras el 27/9, se abrió la posibilidad de una actuación autónoma en caso de ineficacia, algo que empezó a tomar cuerpo el 29/9 con las reticencias del mayor Trapero, y que se concretó en la mañana del 1/10 cuando se descubrió su ejecución falsa y simulada de las órdenes judiciales. Reiteró algo indiscutible: que nada habría pasado si no se hubiese alentado, animado y facilitado un referéndum ilegal. Y desbarató una línea de defensa al recordar cierta preposición. Montoro estuvo fino, abriendo puertas a debates incipientes. Por ejemplo, el relativo al uso de locales públicos como forma de malversación y la cuestión de la consumación de la malversación sólo por la disposición formal. Además, abatió uno de los animalillos previos de las defensas: el envío de información financiera pese a que Junqueras afirmase por carta que iba a cesar. Montoro recordó que el cambió de opinión se produjo tras una rueda de prensa en la que se anunció la interposición de acciones penales contra la interventora.
Artur Mas contradijo a varios acusados, al afirmar que se daba por seguro que las leyes se suspenderían. La lectura de declaraciones posteriores al referéndum de Marta Pascal sirvió para debilitar la tesis defensiva de que la ley de transitoriedad no era válida. El testimonio de Urkullu, concreto y claro, sirvió para dejar constancia de contactos, algo que no afecta a la consumación de los delitos, pero debilita la creencia en ellos de los acusadores públicos, a la vez que dibujó a gente que jugaba con fuego (con la diferencia de que unos lo hacían dentro y otros fuera de la ley). Rufián hizo el Rufián y de hecho pareció testigo de la acusación –con su hincapié en la gente que durmió en los colegios para protegerlos y al adornarse con ese descubrimiento de que nosotros, gentes con grandes carencias democráticas, en realidad somos salvajes–, mientras que Dante Fachín fue eficaz describiendo hechos, con anécdotas que venían al caso y regalando el argumento de que algunos de los golpeados fuesen a votar no. Colau y Domènech fueron a nada.
Pronto descubriremos la cara de los auténticos titulares que esperan en el banquillo del equipo de las defensas y de las acusaciones. Cuando noten que el juicio cambia de tono, es que habrá comenzado de verdad.