Alberto Gil Ibáñez-El Español
El autor denuncia la estrategia de los dirigentes nacionalistas en Cataluña y se pregunta quién quiere vivir en un lugar donde no se respetan las leyes y se queman las calles.
El presidente de algo menos de la mitad de los catalanes y el barón de Waterloo tienen un plan. Es la continuación del plan Pujol (ya sabemos para qué quería la independencia). Nada ha variado, solo hemos pasado a otra fase.
Primero fue la lluvia fina del adoctrinamiento en las escuelas y medios de comunicación. Parecía que se conformarían con ello. Luego llegaron las tormentas, de vez en cuando había rayos y truenos, pero bastaba resguardarse y esperar a que escampase. Todavía existía la esperanza de que se podía tener una vida normal en Cataluña aunque no fueras separatista. Hoy nos encontramos en la tercera fase: la del granizo donde llueven (literalmente) piedras, que amenaza (públicamente) con convertirse en un tsunami permanente.
Nada sucede por casualidad. El objetivo ha sido siempre la independencia, sólo había un problema: los catalanes no la querían. Así que había que convencerlos. Se empezó con la presión social, la marginación cultural y el adoctrinamiento (en escuelas, centros sociales y clubs deportivos) en el odio a España, el rencor y el victimismo.
Los catalanes de verdad eran superiores al resto solo por el hecho de haber nacido allí. Había un malo malísimo culpable de todos los males de los catalanes: ¿la Generalitat que lleva allí gobernando 40 años (más que Franco)? No. Madrid y los tribunales españoles. Desenganchar de esta droga dura, más propia de una secta, no es tarea fácil.
El objetivo esencial era convencer al eslabón más débil de la cadena: los niños y los adolescentes. Cumplida esa tarea, sus padres caerían sin esfuerzo: del “yo por mis hijos mato” era fácil pasar al “yo por mis hijos me convierto a la nueva fe”. La estrategia funcionó.
Poco a poco muchos catalanes (incluso de ocho apellidos) comenzaron a hacer las maletas, y se trasladaron a vivir a Madrid, a otras partes de España o a otros países. Todos conocemos numerosos casos. Había que salvar/sacar como fuera a la familia de ese ambiente crecientemente perverso y hostil.
España es el país del mundo con más exiliados interiores, gente que huye de un territorio a otro dentro del mismo país
Hoy, cuando muchos viven enquistados en las víctimas de la Guerra Civil, muy pocos hablan de esta tragedia social que está ocurriendo delante de nuestras narices: España es el país del mundo con más exiliados interiores (sobre todo vascos y catalanes), es decir gente que huye de un territorio a otro dentro del mismo país porque en algunos no se les garantiza su derecho (y el de sus hijos) a vivir en paz.
Pero todo esto no fue suficiente. A pesar de lograr éxitos importantes (los catalanes que han abandonado su tierra son cientos de miles y los nietos de los emigrantes que se han pasado al movimiento secesionista también), los malditos españolistas ─personas que muestran ese terrible vicio de ser capaces de sentirse, al mismo tiempo, catalanes y españoles─ incomprensiblemente resistían, seguían siendo demasiados.
La estrategia a la que había apostado el separatismo era arrasar en las urnas para mostrar al mundo que el apoyo a la independencia era abrumador. Ello exigía forzar la máquina, es decir, elevar la presión sobre los discrepantes creando un clima todavía más irrespirable. Para ello no había más remedio que pasar de las (falsas) sonrisas a la violencia y el terror, con la complicidad directa o indirecta de la Generalitat, cuyo presidente, en lugar de mejorar los servicios públicos y garantizar los derechos de todos los catalanes, se dedica a cortar autopistas y a expedientar a los policías catalanes que cumplen con su deber arriesgando su vida. Aparece el torrarismo callejero.
Es en este contexto como hay que interpretar la campaña de violencia que estamos viviendo. En el separatismo, todo (incluso la democracia) es un medio para un único fin: la independencia. El objetivo principal, por tanto, no va dirigido a protestar contra la sentencia; al contrario, están encantados; si llegan a absolver a sus líderes ¿en qué iban a basar su victimismo?
Tampoco les importa lo más mínimo que Junqueras y cía. estén en la cárcel; al contrario, son un fenomenal instrumento propagandístico (“presos políticos”) para la lucha. Tampoco tiran piedras y queman calles para volver a ser portada en los (ingenuos) medios internacionales; aunque todo eso les venga bien. Y, por supuesto, no se trata de forzar un diálogo con el gobierno de Madrit; esto es lo que menos les importa ahora.
El principal y casi un único objetivo de la campaña de violencia es crear un ambiente todavía más irrespirable para empujar a los discrepantes a marcharse de Cataluña; definitivamente, al que tenía dudas, y llevar a planteárselo al que hasta ahora resistía.
Ahora ya sabemos lo que llevaban las famosas urnas, no eran votos; eran las cenizas de la Cataluña moderna
Para ganar en votos hay que darles una patada con las botas. Cuando se rodea la Jefatura de la Policía Nacional o la Delegación del Gobierno no se hace principalmente para atacar a estas instituciones, son meras dianas intermedias. La violencia va dirigida contra los propios catalanes no separatistas, mostrándoles así que están abandonados, que la única representación del Estado que queda para protegerles no puede hacerlo.
La imagen de impotencia del Estado a este respecto resulta clave: si la Policía no puede con los violentos, mucho menos los ciudadanos normales. No hay más que ver lo que ocurre en las universidades, donde la Policía “no puede entrar” ni los estudiantes (catalanes) que quieren estudiar, tampoco. Este es el auténtico drama que se vive en Cataluña, pero que incomprensiblemente no ocupa portadas.
Y sin embargo, realmente es difícil no darse cuenta adónde se dirige todo este proceso. La singularidad (positiva) de Cataluña, dentro del conjunto de España, estaba caracterizada por tres factores: su carácter emprendedor, su seny y su condición cosmopolita y vanguardista (sobre todo de la ciudad de Barcelona). En poco más de 40 años, el nacionalismo ha acabado con cualquier rastro de ello.
Hoy, si Cataluña se singulariza del resto de España es: porque numerosas empresas se marchan y otras cierran, por la corrupción estructural del 3%, porque cada vez más gente quiere vivir del dinero público que financia el separatismo en sus variadas formas (e.g., TV3 ─o más bien TeleCup─ tiene más empleados que Telecinco y Antena 3 juntas), porque es creciente el número de personas que no solo quiere vivir sin trabajar sino ahora también aprobar sin estudiar, y porque hoy Barcelona es una ciudad cerrada sobre sí misma y crecientemente violenta.
No hay más que comparar el nivel de un Vicens Vives, un Josep Pla o un Eugenio D’Ors con los actuales referentes intelectuales del separatismo. ¿Quiénes son estos? Pues además de un rebaño de políticos alocados, algunos deportistas, entrenadores de futbol, actores y cantantes. Todos ellos, como es sabido, con al menos un doctorado en Harvard y numerosas publicaciones de prestigio internacional.
Y, finalmente, todo esto ¿para qué?, ¿quién quiere vivir en un lugar donde no se respetan las leyes, se queman las calles, se destrozan comercios y cajeros, y no se permiten a los estudiantes ejercer su derecho a estudiar? El paraíso de la República independiente es en realidad una sociedad de verdugos que quieren pasar por víctimas, instalados en la queja y el lamento permanentes. Ahora ya sabemos lo que llevaban las famosas urnas, no eran votos; eran las cenizas de la Cataluña moderna, emprendedora, acogedora, solidaria y abierta al mundo. D.E.P.
*** Alberto Gil Ibáñez es escritor y ensayista, autor de ‘La leyenda negra: Historia del odio a España’ (Almuzara, 2018).