ELÍAS COHEN-EL MUNDO
En el Día Europeo de Recuerdo de las Víctimas del Totalitarismo, el autor reflexiona sobre el legado del nazismo y del comunismo, dos ideologías políticas que prometieron el paraíso y construyeron el infierno.
Aunque sea al final de verano, no estemos atentos al calendario y todo pase desapercibido, hace 79 años Viacheslav Molotov y Joachim von Ribbentrop, respectivos ministros de Asuntos Exteriores de la Unión Soviética y de la Alemania nazi, firmaron el Tratado de No Agresión por el que ambas potencias se repartían Polonia, marcando así el inicio de la guerra más devastadora de la historia. Fue, en palabras del ex primer ministro polaco, Jerzy Buzek, «la colusión de las dos peores formas de totalitarismo en la historia de la humanidad».
La cifra total de víctimas civiles bajo el nazismo y el estalinismo roza los 20 millones de personas. Los nazis asesinaron a 11 millones de civiles no combatientes, y los soviéticos, en el período estalinista, a 9 millones, según las cifras que arrojó en 2010 el historiador Timothy Snyder. A estos abismales números corresponden otros 40 millones de muertos durante la Segunda Guerra Mundial.
Por ello, el 23 de septiembre de 2008, mediante una aséptica Declaración, el Parlamento Europeo estableció el 23 de agosto –tradicionalmente señalado como el Día del Listón Negro para denunciar los crímenes del comunismo– como el Día Europeo Conmemorativo de las Víctimas del Estalinismo y del Nazismo; conocido también como el Día Europeo de Recuerdo de las Víctimas del Totalitarismo.
En la actualidad tenemos muchos días conmemorativos: el Día del Trabajo, el Día de la Mujer, el Día del Orgullo Gay, o el Día por la Eliminación de la Discriminación Racial, por ejemplo. Y está bien que así sea. Incluso, tenemos el Día de Recuerdo de las Víctimas del Holocausto, en el que hacemos extensivo nuestro homenaje y recordamos a todas las víctimas de la voracidad totalitaria –no sólo a los seis millones de judíos– y alertamos sobre los peligros de buscar culpables colectivos a los problemas cotidianos. A pesar de ello, a esta efeméride que nos ocupa no le damos la importancia que merece.
Este día sirve, en primer lugar, para que saquemos a las víctimas de la estadística, –Borges decía que la democracia es un abuso de la estadística– e intentemos ponerles nombre y apellidos. Por un mecanismo de supervivencia mental, y también social, tendemos a olvidar a los muertos y a anonimizarlos en grandes números. La sangre se seca y las víctimas se diluyen en las heladas cifras que nos han dejado cronistas e historiadores. Los millones de muertos bajo el nazismo y el estalinismo eran padres, madres, hijos, hijas, hermanos y hermanas. Tenían historias personales, inquietudes, sueños, vicisitudes y rutinas. Como nosotros. Se convirtieron en el otro, en el enemigo. En «una masa de carne en putrefacción» como dijo Franz Stangl, comandante de los campos de Sobibor y Treblinka, cuando fue interrogado sobre sus sentimientos al observar los cadáveres de prisioneros hacinados como si fueran escombros.
Es sano que curemos las heridas, que miremos hacia adelante y que dejemos atrás un tiempo inundado de muerte y locura, pero no debemos olvidar nuestro pasado ni a todos los que sufrieron por el derecho humano más elemental: ser o pensar diferente sin sufrir por ello.
Como ciudadanos libres, tenemos el deber moral de recordar en este día a todos los que fueron perseguidos, defenestrados, torturados, hacinados, apresados, explotados, asesinados y exterminados por tener endosada la etiqueta de enemigos del Estado. Es nuestra obligación, por ende, permanecer alerta y no tratar al totalitarismo como una reliquia de un tiempo ido, sino como un virus que puede mutar cuando menos lo esperemos.
Personalizar la estremecedora cantidad de 20 millones de muertos sirve a su vez para mitigar la latente lucha de narrativas sobre la historia del pasado siglo. En este sentido, dicha lucha lleva a que de Auschwitz sepamos mucho, pero muy poco sobre el Gulag. Como bien recordó Martin Amis en su certero Koba el Temible (Anagrama, 2002), «todo el mundo ha oído hablar de Auschwitz y Belsen. Nadie sabe nada de Vorkutá ni de Solovetski… Todo el mundo ha oído hablar de Himmler y Eichmann. Nadie sabe nada de Yeyov ni de Dzerzhinski…».
Que el Holocausto sea un crimen masivo e industrial de características únicas en la historia de los hombres no debería eclipsar los estremecedores crímenes cometidos en la Unión Soviética durante el estalinismo. Pese a que existen ciertas diferencias, ambos hechos tienen su origen en el mismo fenómeno: la absurda y peligrosa creencia de que el responsable de nuestras miserias se apellida diferente, reza diferente, se relaciona diferente o piensa diferente.
En segundo lugar, esta jornada llama a la reflexión sobre la naturaleza del totalitarismo, mucho más temible que cualquier catástrofe o epidemia. De acuerdo con la definición que dio el propio Benito Mussolini, el totalitarismo se reduce a «todo dentro del Estado, nada fuera del Estado, nada en contra del Estado». Pero más allá de la apropiación absoluta de la maquinaria estatal, el totalitarismo basa su credo y su praxis en la destrucción de la persona y en la construcción demagógica del siervo y en la potestad arrogada –sostenida sobre la mentira y generalmente otorgada por una turba entusiasta y cómplice– de decidir quién es apto para vivir en el nuevo orden y quién no. El totalitarismo, en suma, convierte a los ciudadanos en súbditos, a los vecinos en enemigos, a la discrepancia en crimen y a la diferencia en condena; «un estado de la sociedad en el que los hijos denuncian a sus padres a la policía», como sentenció Churchill.
Desde aquel infausto día de agosto de 1939, que hoy recordamos, hemos avanzado mucho. No obstante, la democracia sigue siendo más frágil de lo que parece. En 2018 somos testigos de cómo vuelven a infravalorarse nuestros regímenes garantistas y de cómo se coquetea con el nacionalismo excluyente, con la búsqueda de culpables imaginarios, con la xenofobia y con formas autoritarias de gobierno.
SOLEMOS PENSARque el asesinato indiscriminado, el abuso de poder, y la persecución del diferente permanecen extramuros de nuestros cómodos torreones occidentales. Sin embargo, debemos hacer un alto en el camino y acordarnos de lo que sucede cuando la democracia es cuestionada. Hitler y Stalin no fueron extraterrestres de Ganímedes, fueron seres humanos como nosotros, así como toda la larga, silenciosa y anónima cadena desde los tiranos hasta los ejecutores. Parafraseando al gran estudioso del Holocausto, Raul Hilberg, «fueron hombres quienes a otros hombres hicieron esto».
Si aspiramos a seguir teniendo sociedades abiertas y pacíficas, nunca la voluntad de un grupo puede apropiarse de nuestros derechos individuales como ciudadanos, sin distinción ni excusa. Nunca, ningún concepto u ofrenda, por loable o hermoso que se presente («justicia», «prosperidad», «futuro») debe estar por encima de nuestra propia libertad ni de toda la estructura que la protege: los contrapesos al poder, la educación basada en el respeto, la prensa libre, la presunción de inocencia y todos los demás instrumentos que los totalitarismos aspiran a derruir.
La advertencia de Popper, en este día de recuerdo a las víctimas del totalitarismo, es muy actual: aquellos que nos prometen el paraíso, terminarán trayéndonos el infierno. Sin metáforas, el totalitarismo mata en masa y nuestras democracias son muy preciadas. Hoy es un día para recordar ambas cosas.
Elías Cohen es abogado, analista político y Secretario General de la Federación de Comunidades Judías de España.