ABC-IGNACIO CAMACHO
Cataluña es un limbo político. Tiene un presidente títere, un Parlamento inerte y un sistema institucional destruido
EL discurso separatista ha sufrido en un año un visible retroceso, pasando de declarar la independencia a reclamar la libertad y/o el indulto de sus líderes presos. No sería mal balance si no estuviesen por medio dos matices concretos imprescindibles para situar la cuestión en sus justos términos. El primero y más significativo es que el actual presidente se apoyó en los golpistas para acceder al Gobierno. El segundo es que, a consecuencia de este hecho, la única institución del Estado de Derecho que permanece en el sitio correcto es la Justicia y, de forma más precisa, el Tribunal Supremo. No sin esfuerzo habida cuenta de que, a tenor de las declaraciones reiteradas por ciertos ministros, la instrucción de la causa contra el Proceso parece estorbar al Gabinete en su política de apaciguamiento, que va bastante más allá de la distensión para adentrarse en el territorio del compadreo.
Por eso, cuando el portavoz del PSOE califica de «asumibles» los actos de sabotaje y violencia perpetrados por las brigadas que el independentismo utiliza como milicia de choque callejera, está confundiendo sumisión con templanza e impunidad con transigencia. Los radicales, a los que Torra jalea pidiéndoles que «aprieten» con más fuerza, son conscientes de que su guerrilla urbana goza de dispensa para apoderarse del espacio público sin que nadie los entorpezca. La autoridad autonómica les otorga campo libre para camuflar su mala conciencia por el fracaso de la revuelta y la nacional mira para otro lado temerosa de meterse en problemas. Y en cada ejercicio de intimidación o de chulería con que el nacionalismo lo pone a prueba, el Gobierno de Sánchez responde con la desacomplejada exhibición de sus amplias tragaderas. Las de quien sabe que su cargo depende en última instancia de la condescendencia aleatoria del fugado de Bruselas. Ésa es la cruda realidad, a duras penas disimulada en el celofán de supuestas estrategias.
En este momento, Cataluña es un limbo político. Tiene un presidente títere de un prófugo, un Parlamento inerte y un sistema institucional destruido, cuya única actividad relevante consiste en decorar el paisaje con lazos amarillos. El régimen autonómico no funciona y la clase dirigente, rehén de un grupo de exaltados levantiscos, vive instalada en la soflama de un monólogo propagandístico. Por simple dejación de responsabilidades cabría volver a invocar el artículo 155, aunque sólo fuese para administrar una comunidad atascada en la catalepsia del soberanismo. Pero este presidente no lo puede hacer sin lesionarse a sí mismo porque su propia estabilidad depende del apoyo de los causantes del conflicto. Así, la legislatura española está también atrapada en el bucle de un doble laberinto: el de unos sediciosos que no encuentran salida a su desvarío y el de un poder ejecutivo sostenido en precario por no se sabe qué clase de compromisos.