- Los héroes caídos no pasean ya siquiera por el valleinclanesco callejón del gato. Visitan sus cuentas suizas
La historia de Lady Macbeth fue canon universal de lo trágico. Y, antes de ser literatura prodigiosa en Shakespeare, era el suyo un arquetipo de leyenda, cuyo rastro se pierde en el tiempo, y cuyos ecos resuenan, con distintos tonos, en todos los pasajes de la historia. Si nos conmueve a nosotros igual que conmovió a sus primeros espectadores, es porque sus raíces se pierden en lo más hondo de la oscura mente humana, más allá de todo tiempo: la ambición sin mesura, que parasita los vínculos conyugales.
Más allá de todo tiempo. También en este nuestro de ahora. Aunque la función, haya cambiado aquí sus solemnes galas por los mugrientos harapos de un chusco entremés de excesivo mal gusto. Nada hay de la desmesura de la dama del usurpador Macbeth en el mesurado cálculo de beneficios de la dama del fraudulento doctor Sánchez. Un escalofrío recorre al espectador, aún hoy, cinco siglos más tarde, ante el monólogo con el que, en el acto quinto, Macbeth acoge la seca información de que «la reina ha muerto». El destino viene de camino y nada podrá ya pararlo: «El mañana y el mañana y el mañana avanzan con pequeños pasos, de día en día, hasta la última sílaba del tiempo recordable; y todos nuestros ayeres han alumbrado a los locos el camino de la muerte».
Los «pequeños pasos», que guían el naufragio de la heroína trágica –como el, posterior, de su esposo–, son ahora, en su versión burlesca, voraz caza de honores y de superávit en cuenta corriente. No disminuiremos el mérito de la dama presidencial. Ser nombrada catedrática en la Complutense sin poseer siquiera una licenciatura en nada, es un logro poco común. La señora Gómez logró, con eso, mejorar la admirable hazaña de su marido: ser doctor con una tesis escrita por otro u otros; también, presidir una nación en la civilizada Europa, pese a ser públicos –y publicados– esos plagios. Es de justicia entender que igualar la proeza del marido era un gran desafío para Begoña Gómez. Reconozcamos que la ha superado. Y, frente al cónyuge, que sube del cero al infinito sin bagaje intelectual conocido, ha podido la esposa proclamar que «ella también» lo ha hecho. O sea, «me too», que se dice en el inglés jergático al cual tanto apego muestra en sus comparecencias mercantiles.
Los Macbeth son conscientes, en la obra de Shakespeare, de lo que aguarda en el final del camino a quienes han violado todas las leyes: porque, al cabo, «la vida no es más que una sombra que pasa, un pobre cómico que se pavonea y agita una hora sobre la escena y después no se le oye más». Y, más tarde, nada.
Mientras tanto, el bosque avanza: con él, la aniquilación. Cuando alcance a los Macbeth, ¿qué quedará de todo cuanto fue suyo? Dice Shakespeare que «ruido y furia» sólo, «en este cuento sin sentido que está siendo narrado por un idiota». El bosque de Birnam, mientras tanto, marcha contra los cónyuges. En armas…
Nadie se alarme por aquí, sin embargo. No habrá, esta vez, final trágico: no es, este nuestro, un bosque homicida; no cuadra con nuestra historia de pícaros aquella gran hybris, aquella arrogante desmesura, que un Sófocles sabía maquinar para los hijos de la Atenas clásica; y que es la misma primordial conmoción que Shakespeare reformula. Esto nuestro de ahora habrá de ser histriónico. Como mucho. Los héroes caídos no pasean ya siquiera por el valleinclanesco callejón del gato. Visitan sus cuentas suizas. Y rara vez dan con sus huesos en la cárcel.