NICOLÁS REDONDO TERREROS-El Mundo

El autor sostiene que estamos pasando de una pluralidad a una división fecundada por la desconfianza mutua, el lenguaje agresivo y el predominio de las descalificaciones sobre la confrontación de ideas.

NO ME LIMITAN hasta el absurdo ni la afiliación política, ni lealtades mansas de grupo que suelen ocultar incapacidad o miedo para pensar por uno mismo. Felipe González, en un congreso de los socialistas allá por la lejana Transición, se negó a ocupar la Secretaría General del partido al sentirse desautorizado por las bases cuando salió derrotada su idea de considerar el marxismo como una fuente ideológica más del pensamiento socialista, en complemento de otras de orígenes distintos; en la intervención en la que renunciaba a presentarse a la Secretaría General, ante la expectación arrepentida de los delegados congregados, dijo: «¡Soy socialista antes que marxista!». Muchos años después, en la campaña en la que me presenté como candidato de los socialistas vascos a la Presidencia del Gobierno vasco, repetí con frecuencia una frase traída de aquella de González: «Soy ciudadano español antes que militante socialista». Era un intento de establecer categorías de importancia en mi relación con la sociedad; primero, y antes que cualquier otra condición, somos, soy ciudadano español. Podría haber sido francés o británico, senegalés o chino –en estos dos últimos casos, sería chino o senegalés; en ningún caso, ciudadanos–, pero resultaba que he nacido aquí y, por tato, soy ciudadano español (en ocasiones muy orgulloso de serlo, en otras resignado y siempre inevitablemente).

Y creo que mi ciudadanía se menoscaba cuando los dirigentes políticos actúan sin la consideración debida a un conocimiento medio, como el mío, de las cuestiones públicas. Por lo que paso a ejercer mi condición de ciudadano. Pedro Sánchez triunfó en la moción de censura con la promesa de convocar elecciones en cuanto se ¿normalizara? la situación. Hoy sabemos que por detrás de tan categórica y paradójica afirmación, el apoyo de varios partidos, probablemente, todos los concertados para derribar a Rajoy, estaba condicionado al compromiso de no convocar elecciones.

Por lo tanto, a los ciudadanos españoles se les sustrajo una información fundamental para sentirse corresponsables de la política española. Argumentaron justificaciones en la tribuna del Congreso sabiendo que no sólo no iban a cumplirlas, sino que el acuerdo iba muy en contra de lo que se estaba haciendo público. Esa contradicción moral –decir una cosa sabiendo que se hará la contraria–, es muy negativa para la confianza de los ciudadanos en el Gobierno y devastadora para la confianza de los ciudadanos en la política; que nadie se extrañe, por lo tanto, si luego aparecen expresiones políticas radicales que tienen su base en el descrédito de los políticos.

Sánchez no convocó elecciones, decisión que le habría prestigiado, y se apresuró a confeccionar un Presupuesto improbable para dar un aspecto de normalidad a una realidad política tan legítima como extraordinaria, fuera de lo normal –era poseedor de una mayoría suficiente, en la que se integraban desde Bildu a los independentistas catalanes, para expulsar a Rajoy del Ejecutivo, pero sin fuerza y coherencia suficiente para presentar un programa de Gobierno–. El triunfo de la moción de censura y de la negociación de un Presupuesto imposible ha dado y ha reforzado la centralidad, la legitimidad política y la respetabilidad institucional en la política española a Podemos, sin necesidad de adaptarse a la realidad constitucional. Y Pablo Iglesias no ha perdido la oportunidad que los socialistas le han puesto en bandeja, al depender totalmente el Gobierno de sus votos. En la vida nada es gratis y menos en la política, donde suelen cobrarse los errores del contrario con grandes beneficios. Iglesias no ha visitado a Junqueras y a Urkullu únicamente para negociar los Presupuestos. Han hablado de cómo alargar la coalición todo lo que puedan esta legislatura y prolongarla durante la próxima. Y a esa estrategia contribuye todo lo concedido por Sánchez –centralidad y legitimidad política– y el discurso del Gobierno empeñado en subsistir en base a una división social hasta hace poco casi inexistente o mucho menos profunda que en la actualidad. Hemos pasado o estamos pasando de una pluralidad, tal vez demasiado desgarrada, a una división fecundada por la desconfianza mutua, el lenguaje agresivo y el predominio de los insultos y descalificaciones sobre la confrontación de ideas.

Uno de los objetivos políticos de la coalición que apoya hoy al Gobierno socialista es la impugnación de la Transición del 78, aunque el PSOE no quiera reconocerlo por temor a perder su precario apoyo. Dos factores políticos impulsan esa estrategia. Uno, el resurgimiento de Franco como eje de la política española actual. No dudo de la honestidad de los socialistas que se sienten incómodos con la ubicación actual de los restos del dictador, pero la actualización de dicha cuestión por parte de Podemos tiene más trascendencia. Se trata de convertir a Franco, muerto en su cama hace más de 40 años, en un eslabón que por un lado desprestigie la Constitución del 78 y por otro nos una a la idea nostálgica y mítica de la República. Tendrán éxito o no, esto todavía no lo sabemos y depende casi exclusivamente del PSOE, pero la línea estratégica está lanzada. No lo hacen claramente, sólo lo plantean como una cuestión moral. Enseñan sólo la parte de la maniobra que no asusta; confunden, pero detrás de estos trampantojos morales la motivación es de largo alcance y afectaría a todo el sistema democrático.

La segunda base de acción resulta evidente: el ataque directo al jefe del Estado. Las declaraciones institucionales del Parlamento catalán y del Ayuntamiento de Barcelona no son una casualidad provocada por gentes más o menos descontroladas, ni una iniciativa de quienes hace un año traspasaron sin perturbarse la legalidad. Se trata de una estrategia planificada para superar la Constitución del 78. Los independentistas saben que en el marco constitucional es imposible la independencia, lo saben antes y mejor que nosotros, y Podemos nació con la voluntad de superar una Transición que considera muy defectuosa. El Rey no es el objetivo, aunque lo parezca; el objetivo es la Constitución. Felipe VI es un pretexto para un cambio de régimen. Están muy al principio y puede que los menos avispados no se hayan enterado todavía, pero el órdago es, esta vez literalmente, a la mayor. El PSOE ha optado por la ambigüedad: por ejemplo, recurre ante el Tribunal Constitucional, aun con la posición contraria del Consejo de Estado, la declaración del Parlamento catalán en contra del jefe del Estado, cuando lo más fácil, lo más contundente, lo más eficaz, lo que reduciría casi a anécdota la resolución sería romper con quienes la impulsaron y con quienes la apoyaron… Soplar y sorber no puede ser. Otro ejemplo son los Presupuestos. Se rasgan las vestiduras por el tour de Pablo Iglesias con la justificación formal, exclusivamente formal, de buscar el apoyo para las cuentas del Estado, pero lo fundamental es que para aprobar los Presupuestos sea necesaria la aquiescencia de los reclusos y de los fugados catalanes.

SIENDO LA REALIDAD así y no como la cuentan, creo que la solución más razonable, la que nos consideraría a los españoles ciudadanos adultos y con una capacidad razonable para tomar decisiones adecuadas serían unas elecciones generales. Ninguna ambición personal, ninguna visión sobre el mejor futuro para España, ningún proyecto que, hoy por hoy, parece más claro entre los confabulados que en el Gobierno, justifica no escuchar a la sociedad española.

Durante la Guerra Civil, no pocos socialistas eligieron las siglas y pasaron sus últimos años en el exilio lamentando no haber dicho en voz alta lo que de verdad sucedía en el bando republicano. Siempre he creído íntimamente que Prieto fue uno de ellos. Prefiero aquellos que, como Besteiro o Wenceslao Carrillo, estuvieron dispuestos a equivocarse o a que los desprestigiaran –hasta el propio hijo de Wenceslao hizo una carta despreciable contra su padre y calificaba en ella a Besteiro de profascista– antes que asistir mudos a lo que estaba ocurriendo.

Termino este artículo afirmando, sin embargo, que la situación que atravesamos no es inevitable, que debemos olvidar el tristemente famoso y resignado «¡qué más da lo que yo haga!». Está en la mano de los políticos, de los medios de comunicación y de las élites españolas, si éstas existen, que retornemos a los grandes espacios de la Transición; rechazando el extremismo ideológico, las memorias rencorosas o la transformación del adversario en enemigo. Se nos vuelve a plantear la encrucijada, en la que hoy nos acompañan muchos países de nuestro entorno, entre la moderación, la renuncia a los programas máximos de los partidos políticos y el deambular entre extremismos desgarrados y vengativos. Hoy el conflicto en Occidente enfrenta a quienes defienden la democracia socialliberal, impulsando las reformas necesarias para su mantenimiento en un mundo radicalmente distinto del que propició su aparición, con quienes defienden los etnicismos de origen diverso, nacionalistas extremos y nostálgicos de revoluciones siempre fracasadas. En España, a pesar de nuestro coqueto fatalismo, nos encontramos en parecida situación: los que defendemos el éxito de la Transición, sin miedo a las reformas que fortalezcan el sistema, y los que consideran la Constitución del 78 un corsé para sus objetivos independentistas o ideológicos.

Nicolás Redondo Terreros es miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.