Ignacio Varela-El Confidencial
- Sánchez ha demostrado en la práctica que, en lo tocante a ocupar las instituciones, su criterio de selección del personal nunca fue elegir jueces progresistas sino gubernamentales
Un rasgo diferencial entre la política polarizada y la polarizadora es que, en la primera, la polarización suele ser la consecuencia desgraciada de un conflicto preexistente que se ha ido de las manos. En la segunda, la polarización nace de la voluntad política: es un producto de diseño que primero se fabrica y después se inocula deliberadamente en el organismo social. Un ejemplo evidente es la España actual (inmediatamente antes, la Cataluña del procés).
En el siglo XXI han proliferado los políticos polarizadores, para los que la confrontación binaria es a la vez un principio estratégico y un método de trabajo. Donald Trump es el paradigma del político polarizador de nuestro tiempo. También lo son, entre otros, Vladímir Putin, Cristina Kirchner, Boris Johnson, Nicolás Maduro, Jean-Marie Le Pen y familia…, y, en España, sobre todos, Pedro Sánchez, acompañado de una corte en la que destacan, por ejemplo, Pablo Iglesias, Oriol Junqueras o Santiago Abascal (la lista, por desgracia, no es exhaustiva).
Los polarizadores crean un hábitat político en el que primero se toma partido y se señala al enemigo, después se cocina el potaje argumental adecuado para sostener la posición y, por último, se seleccionan los hechos que la avalen, ignorando los que la contradigan. De no haberlos, se inventan sin más o se manipulan los existentes. Los destrozos que ese modelo de guerra posicional cause al interés general, a las instituciones, a la convivencia o a la mera racionalidad se consideran daños colaterales, buscados o no, pero plenamente asumibles.
Es fácil constatar que el modus operandi habitual del consorcio oficialista se ajusta como un guante al modelo descrito. La bronca institucional aún en curso, por la renovación del Consejo del Poder Judicial y del Tribunal Constitucional, es un caso práctico de libro.
Aparentemente, todo empezó con el bloqueo de la renovación del CGPJ por parte del PP. Ciertamente, las intenciones del partido de la oposición en ese contencioso nunca fueron santas; pero, además, cometió tres errores garrafales. El primero, entorpecer deliberadamente la solución del problema en plazo, permitiendo que les colgaran, con cierta razón, la etiqueta obstruccionista y elusiva de un deber constitucional. El segundo, aceptar al Gobierno como interlocutor en un asunto que compete exclusivamente al Parlamento y del que los presidentes de ambas Cámaras y los portavoces parlamentarios se escaquearon con deshonra. El tercero, esgrimir excusas sucesivas y supeditar el acuerdo a cuestiones ajenas a su objeto único, que era dar cumplimiento al artículo 122 de la Constitución (lo que no es volitivo ni negociable ni intercambiable por otras demandas, por legítimas que sean).
Por el camino, les tendieron todo tipo de trampas y Sánchez demostró en la práctica que, en lo tocante a ocupar las instituciones, su criterio de selección del personal nunca fue elegir jueces progresistas sino gubernamentales: sanchistas de estricta observancia. Solo esos le valen. El caso es que, tras el prolongado secuestro legislativo de las competencias del CGPJ, se ha acumulado una enorme bolsa de puestos vacantes en los principales tribunales del país (Tribunal Supremo, Tribunales Superiores de Justicia de las CCAA, Audiencia Nacional y Audiencias Provinciales). Ahora, en la cúpula del PP se teme que, tras la conquista del CGPJ, vendría la invasión masiva de todos esos órganos judiciales con sujetos de ese pelaje: no magistrados más o menos progresistas, sino sarracenos del sanchismo. El temor es fundado, pero no se habría llegado a ese dilema si todo el mundo, incluido el PP, hubiera hecho sus deberes a tiempo.
Luego apareció al verdadero objeto del deseo monclovita, que siempre fue el Tribunal Constitucional. Como en el modelo polarizador el argumento se supedita a la posición y no al revés, el discurso oficialista se llenó de embustes y trapacerías sobre la naturaleza y funciones de ese órgano, que es el más medular de todo el entramado constitucional. Conviene aclarar algunos puntos esenciales:
La “soberanía popular” no existe en la Constitución española. Existe la soberanía nacional, y la diferencia es trascendental, porque ese es el concepto que conduce a la democracia representativa y no a otros sucedáneos que fracasaron históricamente.
La soberanía reside en el pueblo, “del que emanan todos los poderes del Estado” (art. 1.2 CE). Todos los poderes, incluido el judicial. Por si no quedara suficientemente claro, “la Justicia emana del pueblo” (art. 117.1, CE).
El Parlamento no es, pues, el depositario de la soberanía —que no es delegable—, sino uno de los poderes del Estado, que “representa al pueblo español” (art. 66.1 CE).
El Tribunal Constitucional no es un órgano jurisdiccional ni forma parte del poder judicial. Es el órgano máximo de garantías de nuestro sistema, y su función es interpretar la Constitución en todos los casos en que se produzca un conflicto sobre su aplicación.
Por esa razón, el TC es el único órgano del Estado habilitado para revocar los actos de cualquier otro. Puede invalidar las decisiones de un Gobierno, nacional, autonómico o local; puede, por supuesto, derogar las leyes aprobadas en un Parlamento o prohibir que se realicen en ellos determinadas actuaciones; puede anular las sentencias emitidas por un tribunal de Justicia, incluido el Supremo, y está obligado a amparar a cualquier ciudadano cuyos derechos constitucionales hayan sido violados. La especie subversiva según la cual el Tribunal Constitucional no puede supervisar la actuación del Parlamento es una impostura consciente, construida para la ocasión con el fin de consumar impunemente una cacicada legislativa. El argumento es simplemente golfo, igual que quien lo maneja a sabiendas de su falsedad.
El mandato del CGPJ y del TC no está caducado ni esos órganos están “en funciones” (como sí lo está el Gobierno tras unas elecciones). Otra cosa es que en el futuro se decida acotar tajantemente el tiempo en que puede prorrogarse su actuación tras concluir el periodo para el que se los eligió. Esa sería, a mi juicio, la única vacuna efectiva frente a las tentaciones filibusteras. O se renuevan en ese plazo, o el vacío institucional y quien lo haya provocado que se lo explique al país.
En ningún sitio está escrito que la composición de los órganos constitucionales tenga que reproducir la del Parlamento. La voluntad del constituyente fue exactamente la contraria. Por eso disoció los mandatos del TC y del CGPJ de los periodos electorales y evitó que coincidieran con las legislaturas.
El sistema puede resistir hasta cierto punto el descrédito de los partidos políticos, del Gobierno y la oposición y hasta del Parlamento. Pero no resistiría la deslegitimación social del Tribunal Constitucional, árbitro supremo de las reglas del juego. En las últimas semanas, se ha avanzado peligrosamente en ese camino, y los miembros del propio TC han contribuido a ello mostrándose abiertamente, por primera vez, no como progresistas o conservadores, sino como militantes partidarios enfundados en una camiseta y sujetos a una disciplina. Un par de pasos más en esa dirección y los enemigos de esta democracia podrán empezar a cantar victoria.