Editorial, EL PAÍS, 17/1/12
Protagonista de la historia de España durante 60 años, Fraga merece un reconocimiento sereno
Manuel Fraga, fallecido el domingo a los 89 años, era menos coherente de lo que siempre pretendió; ello le permitió construir una biografía lo suficientemente contradictoria como para merecer en esta hora el reconocimiento de ciudadanos de muy diversa condición o ideología. Servidor fiel de la dictadura, contribuyó luego a desmontarla y a incorporar a la democracia los restos del franquismo: esa acabó siendo su principal contribución a la convivencia. Pero hasta la muerte de Franco es imposible encontrar en su trayectoria los síntomas de voluntad reconciliadora que le atribuyen algunos de sus fieles.
Fue un liberal conservador como punto de llegada, no de partida. Puso su inteligencia al servicio de la perpetuación del régimen franquista, para lo que combinó comportamientos autoritarios y a veces crueles en su etapa de ministro de Información, con intentos de apertura controlada del sistema para garantizar su continuidad. Su proclamado centrismo era asimétrico; él era el centro de una España de la que se excluía a la izquierda, o al menos a sus sectores más activos contra la dictadura.
Nunca renegó de palabra de ese pasado, pero sí lo hizo de obra. Primero, contribuyendo a la redacción de una Constitución integradora; más tarde, apartándose de la jefatura de su partido tras comprender, hacia 1986, que con él al frente nunca la derecha ganaría unas elecciones generales. Poco antes había cometido uno de sus errores (e incoherencias) más graves al negarse a apoyar la permanencia en la OTAN en el referéndum que Felipe González había convocado con todas las encuestas en contra.
¿Un hombre de Estado? Más bien, alguien que defendió la continuidad del Estado por encima del cambio de régimen. Algo que, a la vista de la experiencia de otros países, hoy se valora de manera diferente a como lo fue entonces. Generoso para integrar a las familias del centro-derecha y para retirarse a tiempo, reapareció como candidato en Galicia, de donde se resistió a irse pese a haber prometido que su tercera legislatura sería la última. Se presentó dos veces más. Católico sin exhibicionismo, cuando le preguntaron qué pecados perdonaría, respondió: «Los de la carne». Su anticomunismo, que le llevó a justificar la ejecución de Julián Grimau, no le impidió presentar a Carrillo en sociedad o salir de pesca con Fidel Castro.
Dijo que por encima de su cadáver tendría que pasar quien quisiera legalizar la ikurriña, pero luego se convirtió en un galleguista fervoroso y hasta el final de sus días defendió la reforma del Senado en un sentido que los demás llamarían federal. Capaz de entenderse con gentes muy alejadas de sus ideas, con quien mejor se llevó en la ponencia constitucional fue con Jordi Solé Tura, redactor de la clandestina Radio España Independiente cuando Fraga era ministro de Información. Las memorias del entonces ponente comunista finalizan con un recuerdo de la frase que le dijo Carrillo tras la ejecución de Grimau: «Algún día tendremos que entendernos con algunos de los que hoy son nuestros enemigos».
Editorial, EL PAÍS, 17/1/12