JON JUARISTI, ABC – 21/12/14
· Sin meter ruido, el Papa acaba de cambiar la historia de América y probablemente la nuestra.
Hace cien años, por estas fechas, se produjo un acontecimiento de un tipo que Europa no conocía desde antes de las guerras de religión del siglo XVI. En el frente de Flandes, los combatientes dejaron de matarse durante algunas horas entre los días 23 y 25 de diciembre de 1914 y salieron a la tierra de nadie para confraternizar brevemente con el enemigo. Los poilus franceses y los tommies británicos intercambiaron con sus odiados boches o jerries cigarrillos y botellas de licor, jugaron partidos de fútbol y enterraron juntos a los muertos de las jornadas anteriores. No sucedió de igual modo en todos los sectores del frente.
El poeta Robert Graves, por entonces un joven teniente de los fusileros galeses, atribuye el éxito de la tregua en el suyo a que los soldados de las trincheras opuestas, sajones católicos, habían decidido secundar el llamamiento del Papa Benedicto XIII a una suspensión de las hostilidades durante el período navideño, en la olvidada tradición cristiana medieval de la Pax Domini. Graves admite que sus hombres, anglicanos disidentes de la Low Church, se mostraron más reticentes (e incluso que uno de ellos mató por la espalda al oficial alemán cuando este volvía confiadamente a sus líneas). Con todo, quienes más se enfurecieron por la espontánea tregua de la tropa fueron los generales aliados, que anunciaron que su eventual repetición se castigaría con la pena de muerte. En vísperas de las navidades de 1915, la artillería británica y la francesa machacaron con insólita dureza las posiciones enemigas para impedir cualquier acercamiento entre los ejércitos que no fuera el de las habituales cargas a la bayoneta.
La intervención humanitaria del Pontífice no evitó que millones de europeos de diferentes confesiones cristianas siguieran asesinándose entre sí durante cuatro años más, y no ya en aras del libre examen ni de la primacía del Papa o del concilio, como en otras épocas, sino por la gloria de sus patrias carnales. Pero los relativamente pocos soldados y oficiales que respondieron a la convocatoria papal fueron suficientes para desasosegar a sus respectivos estados mayores.
En otoño de 1917, los bolcheviques desmantelaron el frente ruso, no en un gesto de reconciliación universal al estilo de la tregua navideña de 1914, sino como repliegue estratégico necesario para convertir la guerra nacionalista en guerra revolucionaria. No desarmaron a los soldados. Los convirtieron en el ejército de los soviets. Mucho después, en 1935, uno de los golpistas de octubre preguntaría con sorna a un ministro francés que le pedía relajar la persecución religiosa contra los católicos rusos: «¿Cuántas divisiones tiene el Papa?».
Tanta gracia le debió de hacer a Stalin su propio ingenio que volvió a soltar el chiste en varias ocasiones posteriores, una de ellas ante Truman. La ocurrencia fue muy celebrada también en 1989, cuando un Papa polaco se cargó el invento. Hoy no merece la pena volverla a recordar, pero sí quizá llamar la atención sobre la curiosa coincidencia del centenario de la tregua navideña de 1914 con el septuagésimo octavo cumpleaños de este sorprendente Papa argentino que entre tangos y amarguitos acaba de cambiar, sin meter ruido ni ponerse medallas, la historia de su continente de origen y, muy probablemente, también la nuestra.
En diciembre de 1914, los partidarios de seguir adelante con la escabechina en curso pusieron a pingar a Benedicto XV. Conviene recordarlo –cien años después y por las mismas fechas– a quienes despellejan hoy al padre Jorge por haber sacado de las trincheras a los últimos combatientes de la Guerra Fría.
JON JUARISTI, ABC – 21/12/14