José Luis Zubizarreta, EL DIARIO VASCO, 24/7/2011
La crisis económica y el insólito reparto de poder que han propiciado las elecciones han sacado a la luz el problema de cohesión territorial que afecta al país.
Dos hechos coyunturales han sacado a la luz lo que constituye uno de los problemas estructurales más graves de nuestro país: el de su cohesión institucional y territorial. Suele ocurrir. Son con frecuencia estas coincidencias casuales las que nos hacen caer en la cuenta de anomalías o peculiaridades que, hasta que aquellas se producen, nos habían pasado inadvertidas. Y ocurre también que, incluso una vez que se han producido, hay quienes tardan demasiado tiempo en percatarse, por ceguera o interés, de lo que revelan.
Lo que la ciudadanía está viendo estos días con ocasión de las reuniones que el lehendakari ha mantenido con los diputados generales de los tres territorios es buena confirmación de lo dicho. Han tenido que sobrevenir una crisis económica de insólita profundidad y un reparto postelectoral del poder hasta ahora desconocido para que se nos pongan frente a los ojos dos problemas interrelacionados que, al parecer, todavía no habíamos percibido. El primero es el del desequilibrio que se ha creado, a causa de una gestión quizá no demasiado previsora de nuestros recursos, entre unos ingresos fiscales menguantes y una demanda de servicios sociales creciente. El segundo consiste en la inadecuación de los instrumentos institucionales de que nos hemos dotado para hacer frente a tal desequilibrio de manera justa, coherente y eficaz. Y, como suele ocurrir en estos casos, todavía hay quien se resiste a percibir los problemas que han brotado a la superficie.
El lehendakari -hay que reconocerlo- lleva ya tiempo insistiendo en estas dos cuestiones. Sobre la primera prometió hace como año y medio -para ser más concreto, en las navidades de 2009- abrir un amplio debate político y social. Lo formuló a modo de pregunta en los siguientes términos: qué carga fiscal estamos dispuestos a soportar para financiar los servicios que queremos recibir. En su contra ha de decirse también que, una vez enunciado el título, apenas ha hecho nada por desarrollar su contenido. De igual manera, ya antes de las elecciones que tan insólito reparto de poder han propiciado, la idea de hacer de los tres territorios un único país ha funcionado como ‘leit motiv’ en el discurso del lehendakari. Pero, una vez más, nunca ha llegado la idea a concretarse en propuestas o programas operativos. Ha de decirse, con todo, a modo de descargo general, que los tiempos políticos no han sido los más adecuados para dar cuerpo a estos proyectos. El espíritu de extrema confrontación que ha prevalecido en las últimas legislaturas apenas ha dejado espacio para la disposición al acuerdo y la colaboración que este tipo de propuestas requiere.
Para relanzar ahora este debate en las citadas reuniones con los diputados generales, el lehendakari ha debido pensar que, al ver tan de cerca las orejas al lobo de la crisis económica y la disgregación institucional, los responsables políticos, con independencia de su pertenencia territorial y su adscripción partidaria, se hallarían más dispuestos a hacer de la necesidad virtud y a abordar, con altura de miras, esos dos problemas que afectan a la estructura básica del país. Ha puesto, por ello, sobre la mesa las cuatro cuestiones en que esos dos problemas se concentran: el impulso del crecimiento económico y el empleo, el mantenimiento de los servicios públicos, la superación de las duplicidades e ineficiencias institucionales, y la reforma del actual sistema fiscal. A nadie con sentido común se le oculta que tales cuestiones merecen un esfuerzo de reflexión y de cooperación. Pero nadie con experiencia de lo que da de sí este país será tampoco tan ingenuo como para pensar que la iniciativa vaya a tener éxito alguno.
En efecto, nada más plantearse ésta, los previsibles recelos ideológicos en materias que siempre han dividido el pensamiento progresista del conservador se han visto sobrepasados, como siempre ocurre en este país nuestro, por los eternos celos territoriales que carcomen nuestro sentido de pertenencia común. El diputado general de Bizkaia ha llegado a decir, por ejemplo, que la mención que el lehendakari hace en su propuesta al fraude fiscal y a los medios más adecuados para afrontarlo supone una injerencia en las competencias forales y resulta además impertinente, por encontrarse tal fraude bajo perfecto control con las medidas que su Diputación aplica. Tal afirmación, aparte de causar, a partes iguales, asombro e indignación en cualquier contribuyente honrado y camuflar con propaganda lo que no es más que una notable insensibilidad social, sirve de indicador de cuál es el destino que le espera a cualquier iniciativa que pretenda poner en común las competencias que nuestras instituciones ostentan por separado con el fin de afrontar problemas que a todos nos atañen.
Sin embargo, el debate que el lehendakari quiere abrir es del todo pertinente. Y, concluya o no con éxito en este primer intento, habrá puesto de manifiesto ante la ciudadanía la necesidad que este país tiene de replantearse el sentido de sus tótemes tribales que no son, con frecuencia, sino lugares en que se encastilla el ‘statu quo’ del poder amenazado frente al asedio de la racionalidad, del progreso y del bien común. Ojalá sea suficiente con este cuatrienio que ahora se abre y tan complejo se presenta para que nos percatemos de cuán ineficientemente disgregado se halla nuestro país desde el punto de vista institucional y cuán conveniente sería someter a seria reflexión la estructura administrativa de que nos hemos dotado. Quizá hasta dejaríamos de ser el único país fiscalmente soberano del mundo cuyo sistema impositivo no lo decide su propio parlamento, sino que le viene dado por normas sin rango de ley aprobadas en los territorios que lo integran.