IGNACIO VARELA-EL CONFIDENCIAL

  • Aunque se habla de un Gobierno dual (PSOE y Podemos), en este Ejecutivo pueden distinguirse claramente tres líneas de actuación

Se dice que Olof Palme aconsejó en su día a Felipe González que, en las decisiones de trascendencia económica, respaldara en un 90% a su ministro de Economía y se reservara un 10% de autonomía presidencial para hacer política. Sea cierta o apócrifa la anécdota, González aplicó el consejo al pie de la letra, lo que le reportó no pocos conflictos. Pedro Sánchez viene aplicándolo también, pero ha invertido las proporciones: 90% para satisfacer sus pulsiones políticas y 10% para atender los criterios, generalmente bien fundados, de la vicepresidenta económica. La duda es hasta cuándo podrá mantenerse esta situación sin que salten los fusibles del Gobierno… o los del país.

Aunque se habla de un Gobierno dual (PSOE y Podemos), en este Ejecutivo pueden distinguirse claramente tres líneas de actuación. La más poderosa es la del sanchismo puro y duro, el núcleo de legionarios políticos agrupado en torno al líder desde los tiempos de las primarias. Sus centros operativos residen en el hipertrofiado aparato monclovita y en el grupo parlamentario, y su objetivo fundacional es afianzar y expandir el poder de Sánchez por encima de cualquier otro.

La segunda es la que encabeza Pablo Iglesias, que actúa como contragobierno dentro del Gobierno. ‘Calderero, sastre, soldado, espía’, el título inmortal de John le Carré, sirve para describir el papel de Iglesias, siempre más inquietante como presunto aliado que como enemigo declarado.

El tercer grupo —el más frágil— lo forman los ministros de cultura institucional y más enfocados a la gestión pública que a la batalla partidaria. Se diferencian de sus colegas porque saben distinguir entre partido, Gobierno y Estado, creen que el Consejo de Ministros debería servir para algo y piensan antes en el acto que en el relato. La figura con más peso es Calviño, pero también podría caracterizarse así a los titulares de Exteriores, Seguridad Social, Defensa y Justicia (con la salvedad, en este caso, del jesuitismo democristiano del personaje).

Theodore Caplow (‘Teoría de coaliciones en las tríadas’, 1974) explicó que en cualquier conjunto de tres elementos, desde el núcleo familiar a los equilibrios geoestratégicos, se establecen siempre coaliciones de dos contra uno que determinan el juego de fuerzas en su interior. Aplicando esa fórmula al Gobierno y partiendo de la contradicción esencial entre biotipos como los de Iglesias y Calviño —principalmente, porque sus aproximaciones al poder público divergen desde la raíz—, es Sánchez, con sus centuriones y su extremo agnosticismo en materia de principios, quien inclina la balanza según su propia conveniencia o urgencia en cada caso. Hasta ahora, en el marcador del respaldo presidencial, va ganando Iglesias por goleada. La ingesta de sapos es muy superior en el sector institucional del Gobierno que en el dedicado al ‘agit-prop’. Especialmente —he aquí la gran paradoja— en la política económica y social. Y por supuesto, en la búsqueda de apoyos externos.

Subraya Zarzalejos, con razón, lo extraordinario de que sobreviva un Gobierno de coalición en el que sus dos componentes no se privan de airear discrepancias de fondo sobre cuestiones tan nucleares como la legitimidad de la jefatura del Estado, la unidad territorial del país o la orientación de la política exterior. No se trata de diferencias vaporosas distantes de la realidad, ya que en esos ámbitos hay conflictos abiertos de gran intensidad que exigen diariamente decisiones de gobierno y pronunciamientos públicos. Causa estupor el desparpajo con que el presidente garantiza la estabilidad de la monarquía constitucional a la vez que su vicepresidente anuncia la inminente proclamación de la república, o que la ministra de Exteriores comparte con las naciones democráticas del mundo el rechazo al pucherazo totalitario de Maduro, al que defiende a ultranza la parte podemita del Gobierno —acompañada en eso y en todo por un expresidente podemizado—.

Sin embargo, creo que no serán esas cuestiones las que más alteren en el futuro el microclima gubernamental. Será precisamente la orientación de la política económica y social. Si para Rajoy, la eufórica aprobación de los Presupuestos fue el preámbulo de su derrocamiento, para Sánchez puede ser el preludio de la apertura de un frente de discordia en su Gobierno que lo mortifique el resto de la legislatura. La escaramuza entre Calviño y Díaz sobre el salario mínimo solo es el aperitivo de lo que vendrá.

Exprimida hasta el límite la cuestión presupuestaria como palanca para hacer valer su fuerza, Iglesias se dispone a aferrarse al programa de la investidura. El problema es que aquel programa, si alguna vez tuvo sentido, ha quedado tan alejado de la presente realidad de la economía española como si se hubiera redactado hace 50 años.

La expansión descontrolada del gasto público, la escalada inverosímil de la deuda (España gasta mucho más en intereses que en inversiones) y las subidas clientelares de salarios y pensiones en un país sin inflación que encabeza los ‘rankings’ europeos de destrucción de empresas y desempleo juvenil, y que está a la cola en I+D, pueden justificarse al calor de la excepcionalidad pandémica de 2020, pero resultarán insostenibles en el medio plazo. La combinación de pesados compromisos de gasto que se hacen permanentes con promesas de ingresos transitorios hace económicamente indigerible la pretensión política de aguantar tres años con un instrumento presupuestario que nació empapado de coyuntura.

Como los galos de la aldea de Astérix solo temían que el cielo cayera sobre sus cabezas, el intrépido Sánchez solo tiene miedo a Bruselas. Mejor dicho, a Bruselas y a Fráncfort, sede del Banco Central Europeo. Ambas plazas —sobre todo la segunda— mantienen artificialmente viva la exhausta economía española con inyecciones masivas de dinero. Pero eso tiene un límite, y no es compatible con las alegrías populistas de la dupla gobernante. Con las vacunas, vendrá también el tiempo de las exigencias —¿dónde están esas reformas estructurales?—, de los ajustes inevitables y del rechinar de dientes dentro de la coalición socialpopulista y su cohorte de aliados nacionalistas.

Sánchez lo sabe: es más fácil regatear a la Constitución que a Merkel. Una llamada de Berlín, un gesto de disgusto de Lagarde, un tropezón con el fondo de recuperación, y nos hemos caído con todo el equipo. Lo malo es que Iglesias también lo sabe, y se prepara para ese momento.

Calviño tiene la razón, pero no la fuerza para imponerla. Si dependiera del Varoufakis que le antecede en rango y jerarquía, hace tiempo que ella habría recuperado su puesto de eurócrata en Bruselas. No descarten que lo consiga.