Antonio Rivera-El Correo
Desde los tiempos de DENAES (Defensa de la Nación Española), allá por 2006, cuando todavía estaba afiliado al PP, Abascal cultivó la relación con gente procedente de la izquierda y desencantada de sus orígenes; el filósofo Gustavo Bueno y su hijo o Sánchez Dragó son buenos ejemplos de ello. La elección de Tamames, en ese sentido, no era tan extemporánea. Hay un territorio en la izquierda anterior a Zapatero donde se escarba con el objeto de enfrentar su comedimiento socialdemócrata y su convencido reformismo con el radicalismo izquierdista instalado desde los inicios de este siglo.
Los motivos de esa diferencia de culturas políticas han sido expuestos estos días: el cuestionamiento del pasado propio, empezando por el significado y recuerdo de la Transición; la confianza y respeto por el Estado de derecho; la defensa de una España plural, pero no desmembrada; el feminismo de los derechos de las mujeres sin más sofisticación; la complicidad con el otro partido de Estado y no con sus enemigos; o la predilección por un liberalismo de contenidos sociales consciente de las dificultades de la política antes de por un radicalismo de natural adanista e ilusorio.
La nueva derecha radical maneja bien la sensación de usurpación, privación y agravio de sus posibles seguidores. El relato de Tamames nos remitía a un tiempo ordenado del que habían surgido graves problemas en los últimos años, precisamente por un cambio radical en la manera de contemplar la política. La novedad amenaza la continuidad del Estado, la nación y la sociedad que conocemos. Su discurso desgranaba el efecto de cada uno de ellos y se atrevía a apuntar alguna causa. El texto parlamentario tenía tantas notas al pie como páginas –casi una treintena– y se hizo más para ser leído que escuchado; la filtración previa de su contenido no parece más artera que interesada. El contenido no era disparatado, por más que se limitara a señalar los problemas y a formular soluciones de escasa profundidad y eficacia.
La exposición gestual, la que funciona de verdad en el terreno parlamentario, era otra cosa. Ahí se presentaba un viejo profesor demasiado añoso y, sobre todo, fuera del tiempo, casposo, tan ajeno a la sociedad presente como el recuerdo de Blas Piñar. El patetismo ha surgido de esa inadecuación. El candidato de la moción de censura no tenía recorrido, ni personal, ni político, ni argumental. Era el regreso a un pasado, no ya ordenado, sino imposible, inimaginable; por eso los grandes partidos se han mostrado forzadamente respetuosos y las nuevas formaciones despreciativas, porque no pertenecía a su cultura ni a su tiempo, no era respetable.
Todo ha sido una impostura de día y medio. Por encima de ello, cada cual se ha aplicado a la oportunidad: señalar el caos de la situación actual (y poco, porque el candidato no le iba a la zaga apocalíptica a su promotor), desplegar las bondades de la acción gubernamental, presentar en sociedad el proyecto a sumar al socialista y salir airosos de una moción donde te ubicabas fuera. Todos estos últimos empeños, a su nivel, cada uno los ha logrado. Por su parte, el tributo a Tamames a cargo de un señor que se parecía a él ha resultado previsiblemente inútil, lo que dará lugar a la consiguiente melancolía, aunque no acierto a saber en quién.