GABRIEL ALBIAC-EL DEBATE
  • ¿Y si el cálculo fuera precisamente el inverso: que dada por inevitable la derrota, el Partido Demócrata hubiese decidido que el triturado por ella fuese un hombre políticamente ya amortizado, evitando así quemar antes de tiempo a cualquier nuevo candidato con futuro?

Forzada a elegir el 5 de noviembre entre senilidad y populismo, un viento de locura sacude a la más vieja democracia del planeta. También, una de las muy pocas en las que la completa autonomía de los tres poderes del Estado persevera. De esa preocupante locura daba fe el atentado del domingo contra Donald Trump. Los magnicidios cuentan con una larga tradición en los Estados Unidos, es cierto. Lo característico en el de ayer –fallido por apenas unos milímetros en la trayectoria del disparo– es el momento en el que irrumpe: en medio del desconcierto total, del cual parece ser náufrago el sistema político de la aún primera potencia militar del planeta.

Trump es un sujeto pintoresco y atrabiliario. Si eso no es lo peor en política, se le parece mucho. Que haya llegado a ser el personaje decisivo de la política estadounidense en el último decenio, da a pensar que algo en los Estados Unidos no funciona con el preciso rigor que cabe exigirle a una máquina militar y económica de la cual depende la estabilidad del planeta. En una sociedad que no estuviera de algún modo averiada, la extravagancia de un Trump, sin duda hábil en el manejo de su histrionismo, hubiera muy bien podido garantizarle prosperidad en negocios directa o indirectamente relacionados con el mundo del espectáculo. En la América actual, lo ha llevado a ganar un primer mandato presidencial, casi ganar –en otra versión, ganar y verse arrebatado– un segundo, y estar ahora a las puertas de vencer en su tercer intento. Su historia es, no se puede negar, pasmosa.

Pero es que, enfrente, Donald Trump tiene esta vez literalmente a nadie. Tengo yo demasiados años como para atreverme a echarle en cara a ningún político su edad. Por muy avanzada que sea. Pero, seamos sinceros, el problema de Biden no son sus 82 años. Lo es el claro deterioro mental y físico que exhibe en cada una de sus comparecencias. La senilidad no es algo que pueda decentemente ser reprochado. Todo humano corre el riesgo de cruzarse con ella a partir de cierta edad. Y la verdadera tragedia no es haber entrado en ella. La verdadera tragedia es no saberlo. Si es eso –y así lo parece– lo que le sucede a Joe Biden, cualquier reproche hacia él está fuera de lugar. Son sus cercanos y es su partido quienes merecen la recriminación más dura por no apartar a un hombre enfermo del destino al cual va encarrilado: estrellarse contra el muro. Es una crueldad que no puede justificarse.

Porque, si en estas condiciones Biden no tiene una sola opción de ganar unas elecciones generales, ¿a cuento de qué meterlo, inerme, en el corazón de la máquina de picar carne? ¿Nadie en el Partido Demócrata se ha enterado de lo que hasta el último espectador de los televisores en Alaska sabe, que el presidente-candidato está fuera de juego? Dudo que así sea: en el Partido Demócrata hay algunas de las mejores cabezas de los Estados Unidos. ¿Y si el cálculo fuera precisamente el inverso: que dada por inevitable la derrota, el Partido Demócrata hubiese decidido que el triturado por ella fuese un hombre políticamente ya amortizado, evitando así quemar antes de tiempo a cualquier nuevo candidato con futuro? Es un cálculo cruel. Pero, ¿quién dijo que la política pueda no serlo?

Trump salió de su atentado airoso. Alzó un puño agresivo hacia su frustrado asesino. Y puede que fuera un gesto de victoria: tal vez supo, en ese instante, que acababa de ganar las elecciones que siempre tuvo ganadas. América, en tanto, dormita.