ABC 24/10/16
GUY SORMAN
· La extravagante campaña de Trump se enmarca sobre todo, o exclusivamente, en la larga historia de EE.UU. y en la mediatización de nuestras sociedades, porque no está determinada, de acuerdo con el método marxista, por unos parámetros económicos objetivos
¿QUÉ candidato a la presidencia de EE.UU. llamó a su adversario «oveja obesa con cabeza de pepino»? Pues no, no fue Donald Trump, sino Zachary Taylor, en 1848. Antes, John Adams acusó a su rival Andrew Jackson de ser el hijo natural de una prostituta negra y James K. Polk sospechaba que Henry Clay era un alcahuete. Las redes sociales no existían todavía, pero los carteles, los libelos y las gacetas difundían rápidamente los insultos que se proferían contra los candidatos. La violencia verbal siempre ha formado parte de las elecciones estadounidenses. En lo que se refiere a Trump, la innovación tiene que ver más con la técnica de comunicación, Twitter, que con el contenido. La mentira tampoco es nueva, y Trump afirma, sin pruebas, que Hillary Clinton tiene, entre otras, la enfermedad de Parkinson, pero Franklin Roosevelt, por el contrario, protagonizó tres campañas victoriosas ocultando que una poliomielitis le impedía mantenerse de pie y andar. Hasta el final de sus mandatos, los estadounidenses ignoraron la gravedad de su discapacidad. Estas tradiciones políticas estadounidenses, vistas desde Europa, nos dejan atónitos, pero explican en parte por qué el electorado de Trump se muestra insensible a su incesante retahíla de mentiras y de ataques.
Tradiciones
«El electorado de Trump se muestra insensible a su incesante retahíla de mentiras y de ataques»
El racismo de Trump, contra los mexicanos, los musulmanes y los inmigrantes en general, así como su machismo, pueden tener un origen antiguo. Lo que llaman el «nativismo», que al principio era el odio de los blancos protestantes de origen anglosajón contra los inmigrantes «exóticos», como los católicos, los irlandeses, los italianos, los rusos, los judíos, los chinos y, por supuesto, los negros, también es una constante política estadounidense; ya no la emprenden contra los católicos como en el siglo XIX, y los negros y los judíos están protegidos, al menos en público, frente a los ataques verbales, pero los últimos en llegar –los latinos– heredan todos los prejuicios hostiles hacia los recién llegados. Cuando Trump tilda a los mexicanos de asesinos y de violadores no innova, sino que recicla, y parece que sus partidarios lo toleran.
También en Europa, la xenofobia impulsó las campañas y vuelve a hacerlo, pero EE.UU. se diferencia radicalmente en un punto, en la derecha sobre todo, que es el odio hacia al Estado, que no existe en Europa, y menos aún en Francia. Los europeos lo esperan todo del Estado, sin duda más de lo que puede proporcionar, mientras que la mayoría de los estadounidenses no esperan absolutamente nada de él. Es costumbre entre los candidatos republicanos sobre todo, pero a veces entre los demócratas (Jimmy Carter, por ejemplo), atacar a Washington y a su burocracia, que está aislada del país real. La hostilidad de Trump hacia la clase dirigente pertenece al repertorio estadounidense.
El que el Estado federal esté «roto» y haya que «arreglarlo» es una afirmación tanto de Reagan como de Trump. Pero Trump se diferencia de sus predecesores populistas (pienso en William Jennings Bryant, candidato en 1900) por su desconocimiento, sin duda real, de las instituciones –el Congreso y el Tribunal Supremo– sin las cuales ningún presidente puede actuar. Esta ignorancia de Trump («No sabe que no sabe nada», señala el senador republicano John McCain) se enmarca en una tradición histórica, la de la ignorancia proclamada, una especie de sabiduría popular que sería más sagaz que la de los expertos, tildados de «intelectualoides» en la época de Kennedy. A finales de la década de 1840 se creó un movimiento que hace honor a su nombre, el de los Know nothing [los que no saben nada], para oponerse a la inmigración católica; más tarde se convirtió en el American Party y luego se incorporó al Partido Republicano. Tuvo una breve existencia política, pero una influencia duradera que ahora encontramos en el Tea Party, esa derecha dura que denuncia que Obama es un comunista musulmán para evitar decir que es negro. Trump, sin duda alguna es un
Know nothing impulsado por la televisión.
Más allá del hecho de que Trump se enmarque en una tradición exclusivamente estadounidense, los politólogos y los sociólogos tratan de racionalizar su exótica campaña incluyéndola en una corriente más general de las sociedades occidentales: es verdad que la xenofobia avanza en todas partes, pero ¿había desparecido en algún momento? Con frecuencia se atribuye esta renacida xenofobia a una reacción contra la globalización, pero la explicación no es del todo convincente. Me parece más bien que como el recuerdo del Holocausto y la descolonización desaparece de la memoria, el declararse públicamente xenófobo resulta otra vez aceptable. Algunos economistas racionales nos explican también que las desigualdades económicas provocadas por esta misma globalización hacen que los marginados se rebelen. Pero Trump parece un extraño portavoz de la gente humilde, y todavía no se ha demostrado que las desigualdades aumenten; en EE.UU. ya no es así básicamente porque el crecimiento es continuo y el desempleo disminuye.
Me parece que la extravagante campaña de Trump se enmarca sobre todo, o exclusivamente, en la larga historia de EE.UU. y en la mediatización de nuestras sociedades, porque no está determinada, de acuerdo con el método marxista, por unos parámetros económicos objetivos.