DANIEL IRIARTE-EL Confidencial
- Si a alguien le han sorprendido los sucesos de ayer, es que lleva un tiempo sin prestar atención a la política estadounidense
Una turbamulta tumba las vallas que protegen el Capitolio, toma la escalinata, escala los muros de la fachada occidental, se pelea con la policía, fuerza su entrada en el edificio. Dentro, los congresistas, que celebraban una sesión para confirmar a Joe Biden como el 46º presidente de los EEUU, son obligados a permanecer tumbados en el suelo y con una máscara de gas a mano. El vicepresidente, Mike Pence, es evacuado por el Servicio Secreto. El personal a cargo de la seguridad desenfunda sus pistolas. Los que participan en el asalto al Capitolio están menos armados que en otras concentraciones a favor de Donald Trump —no se puede portar armas libremente en Washington DC—, pero aun así es posible entrever algún fusil de asalto AR-15 aquí y allá.
El episodio se salda con cuatro manifestantes muertos y 14 policías heridos. Aun así, Trump defiende a los asaltantes, asegurando en un tuit (ahora bloqueado por Twitter) que este tipo de cosas suceden “cuando una sagrada y aplastante elección victoriosa se roba de forma tan agresiva y poco ceremoniosa a los grandes patriotas que han sido tratados mal e injustamente por tanto tiempo”. ¿Cómo es posible que se haya llegado a esto?
Honestamente, si a alguien le han sorprendido los sucesos de ayer, es que lleva un tiempo sin prestar atención a la política estadounidense. Desde hacía meses, sabíamos de los planes de Donald Trump para autoproclamarse vencedor fuese cual fuese el resultado de las elecciones. Sabíamos que jamás iba a reconocer una derrota y que, desde noviembre, más de un tercio de los votantes de EEUU cree que las elecciones han sido manipuladas. Sabíamos que una proporción significativa de estos iba a concentrarse en Washington DC para oponerse al ‘fraude’, ocupar un edificio federal, montar un campamento armado y, de ser necesario, impedir físicamente la confirmación de Biden en el Colegio Electoral. Lo sucedido en el Capitolio no es sino la culminación lógica de todo ello.
Al pensar en lo que supone el trumpismo, me acuerdo del libro ‘El poder de las sectas’, en el que el periodista Pepe Rodríguez describía ya en los años noventa los mecanismos de estos grupos. Los miembros de las sectas se aglutinan alrededor de unas creencias que “tienen su faceta positiva al actuar como encauzadoras y aglutinadoras de voluntades individuales en torno a proyectos colectivos” y “convertirse en contenedoras y aliviadoras de las tensiones, frustraciones y miedos cotidianos de los humanos”. Estas creencias son vertebradas y explotadas por sujetos alfa, “detentadores de todas las soluciones y de todas las respuestas, ya que, en definitiva, a ellos se atribuye el ser la causa y el efecto de la fenomenología que los hizo necesarios”. En ese sentido, Trump ha conseguido explotar las ansiedades de una gran parte de la ciudadanía ante el cambio cultural y las incertidumbres económicas, prometiendo cambios milagrosos resumidos en ideas sencillas: la construcción de un muro fronterizo que frene la inmigración desde México y “hacer América grande otra vez”.
El resultado es que esos ciudadanos no creen en el Partido Republicano: creen en Trump. Una encuesta de YouGov de finales de diciembre mostraba que en caso de discrepancia entre Trump y su formación política, una abrumadora mayoría de votantes republicanos se alinearía con Trump sin importar de qué asunto se tratase.
Y eso es lo verdaderamente preocupante: en el culto a Trump, se han ido suprimiendo progresivamente el pensamiento racional y la capacidad crítica, sustituyéndolos por las emociones en bruto. No se trata solo de la exposición a unas narrativas propias y a la creación de una burbuja informativa estanca, que tan bien ha explicado el corresponsal de El Confidencial en Nueva York Argemino Barro con su metáfora sobre la Sala 2 de cine donde se proyecta una película completamente diferente. Allí se considera a los periodistas ‘enemigos del pueblo’, y los espectadores reciben un mensaje opuesto al de los consumidores de prensa tradicional. Pero hay más elementos: la creciente concurrencia entre las bases trumpistas y los movimientos anticiencia, la penetración del pensamiento conspiranoide, la alteración cognitiva y los sesgos provocados por la polarización.
Porque el problema es que el trumpismo no es un programa político. Pese al entusiasmo que despierta entre algunos sectores políticos en otros países, Trump no quiere defender una ideología: a Trump lo único que le interesa es el propio Trump. Algo que han ido descubriendo por las malas aquellos que hipotecaron su capital político para apoyar a su presidente, solo para ver cómo este azuzaba a sus seguidores en su contra si consideraba que aquellos no habían sido suficientemente ‘leales’, como les ha sucedido a sus antiguos secretarios de Defensa H.R. McMaster y James Mattis, su exsecretario de Estado Rex Tillerson, el propio Steve Bannon o, más recientemente, el líder de la mayoría republicana en el Senado, Mitch McConnell, o el fiscal general, William Barr. En consecuencia, al Partido Republicano le sucede como a las víctimas de ‘sexting’ que tras haber enviado la primera foto comprometedora no pueden evitar el chantaje posterior y acaban por someterse a los deseos de su abusador.
Ahora que la marea se está volviendo irremediablemente en contra de Trump (como no puede ser de otro modo tras los sucesos de ayer), muchos republicanos se llevan las manos a la cabeza y rompen definitivamente con el todavía presidente. El viceasesor de Seguridad Nacional, Matt Pottinger, ha dimitido, y ha sido seguida por una cascada de renuncias. De los 12 senadores que habían anunciado su resistencia a confirmar a Biden como presidente, cinco se han echado atrás, presumiblemente asustados ante las posibles consecuencias de todo lo que está sucediendo.
En realidad, no cabe decir que el Partido Republicano no sabía lo que se traía entre manos. Muchas de las principales figuras republicanas, como los senadores Lindsey Graham, Marco Rubio o Ted Cruz, criticaron duramente a Trump durante las primarias de 2016 y aseguraron que no estaba capacitado para ser presidente, antes de convertirse en férreos defensores de su gestión una vez llegó a la Casa Blanca. Algunos, por puro oportunismo político, han mantenido esta postura hasta el último minuto, como Josh Hawley o el propio Cruz, sin duda esperando cabalgar la ola del trumpismo en beneficio de sus propias candidaturas presidenciales.
Sin embargo, lo de este jueves debería haberles abierto los ojos: cuando el monstruo ha crecido lo suficiente, ya no se le puede controlar, y es imposible volver a meter el genio en la botella una vez ha salido. La historia abunda en cultos mesiánicos que acaban en tragedia, y el asalto al Capitolio debe ser visto como una advertencia. Por suerte, Trump, pese a haber hecho todo lo posible por alentarla, ha rechazado ponerse al frente de la insurrección. Pero lo verdaderamente grave es el daño que ha hecho al sistema al llevar a creer a casi la mitad del país que les han robado las elecciones. De hecho, la segunda vuelta electoral en Georgia, celebrada el 5 de enero, se ha llevado por delante a los dos senadores republicanos del estado, que serán sustituidos por los candidatos demócratas. Faltan datos por analizar, pero no es descartable que este resultado se deba en gran medida a la desconfianza sembrada por Trump entre los votantes republicanos, puesto que si las elecciones están supuestamente amañadas, ¿cuál es el sentido de participar en ellas?
Lo que suceda a partir de ahora es una incógnita. Canales vinculados a milicias de extrema derecha están ya haciendo llamamientos a vengar la muerte de los asaltantes abatidos en el Capitolio, por lo que no es descartable que tengan lugar nuevos actos de violencia y atentados. No obstante, es difícil que se produzca una desestabilización completa de EEUU, porque una de las dos grandes patas del sistema, el Partido Republicano, ha llegado a la misma conclusión que las víctimas de chantaje: hay que intervenir para ponerle freno, porque de lo contrario no solo no termina nunca, sino que va a más.
Queda la secta, que quizá se calme si Trump desaparece de la ecuación y se produce un cambio en el espíritu de los tiempos. Pero no desaparecerá: seguirá adormecida a la espera de que surja un nuevo líder que la revitalice y le imprima su carácter personal, y que tal vez, a la hora de la verdad, no tenga tantas dudas como Trump.