Bernard-Henri Lévy-El Español
 

Es una de las salas más amplias de las Naciones Unidas. Dispone de hasta 600 butacas. Y está llena hasta los topes. Como el número de Estados miembros es 193, asumo que han asistido también unos cuantos periodistas, los amigos del Tablet y del Wall Street Journal o, sencillamente, un puñado de curiosos, deseosos de asistir a un evento tan insólito como es el estreno de una película en la sede de la ONU. Sea como fuere. El caso es que ahí están las Naciones. Representadas por medio de su propio embajador o por un deputy ambassador, e incluso por un staffer presente en calidad de observador.

Semejante concurrencia no encarna solo a Occidente, sino también a África, Asia, América Latina y Oriente Próximo; esto es, a ese enorme pedazo del mundo agrupado bajo la vaga etiqueta del llamado Sur global, un conjunto de países que ha evitado, hasta la fecha, decantarse entre Putin y Zelensky.

Es a ellos a quienes me dirijo —tan pronto como el embajador de Francia, Nicolas de Rivière, y su homólogo ucraniano, Sergiy Kyslytsya, han acabado de presentarme—, de manera preeminente: «El hombre responsable de crear esta película —les digo— es vuestro amigo. Ha rodado otras películas antes y firmado numerosos reportajes en apoyo a las luchas que muchos de vuestros pueblos libran contra imperios cuyo rostro era, antaño, francés, portugués o americano. Esta tarde, solo os pide una cosa: que contempléis las imágenes que os muestra. Y, cuando las hayáis visto, que sepáis reconocer que los ucranianos, en lucha contra un imperialismo que hoy adopta un rostro ruso, son vuestros sucesores y hermanos de alma».

Noventa minutos más tarde, cuando da comienzo el turno de preguntas y respuestas al cuidado de Dora Chomiak —presidenta de Razom, la enorme ONG americana que consagra sus esfuerzos al apoyo de la Ucrania heroica y martirizada—, me atrevo a advertir —podéis llamarme ingenuo si queréis—, a juzgar por el tipo de preguntas que se me trasladan, por el tono de honradez de quienes las formulan, por el gesto bondadoso que me muestra mi auditorio al verme ondear la bufanda diseñada por la fundación United24 a partir de una obra de Polina Raiko, un atisbo de cambio en la conciencia de mis oyentes.

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En Washington, cambio de decorado. Me hallo en la ciudad del Capitolio, de la Casa Blanca y de los think tanks. Aquí no se habla otra cosa, el día del segundo estreno, que del volantazo ejecutado, hace apenas unas horas, por Joe Biden tras bloquear en el Congreso el nuevo plan de ayuda militar para Ucrania.

De vuelta a mi hotel, citas con viejos amigos, tanto congressmen como republicanos, algunos de ellos nostálgicos del Grand Old Party de John McCain y Ronald ReaganEncuentro con David Trulio, presidente de la Ronald Reagan Presidential Foundation, consciente de que su héroe se revolvería en su tumba si viera al hatajo de trumpistas pro-Putin que hoy se atreven, encantados de insuflar nueva vida a un ersatz de la antigua Unión Soviética, a mentar el nombre del expresidente.

Luego, sesión de trabajo en la Renew Democracy Initiative, la organización creada por el campeón del mundo de ajedrez ruso y proucraniano Garry Kaspárov en apoyo a las víctimas de la nueva Internacional del Terror, que hoy tiende sus hilos desde Moscú a Pekín pasando por Teherán y llegando hasta Hamás.

Aparición en Fox News (sí, en Fox News), donde me sumo al programa de Bret Baier, el altavoz ideal para que nuestras palabras lleguen hasta los oídos de aquellos que, como es el caso del speaker Johnson, presidente de la Cámara de Representantes, se pasan la vida hablando de fronteras pero no se dan cuenta —los hechos nos lo demuestran— que la frontera que realmente les concierne no discurre junto al Río Grande, sino entre Járkov, Zaporiyia y Bajmut.

Y, por último, llegada la hora de la proyección en el Landmark E Street Cinema (tras otro breve minuto de fama en la CNN al calor de su anchorman estrella Fareed Zakaria), una sala abarrotada y persuadida de que la causa ucraniana es, no ya la de los demócratas ni de los republicanos, sino la causa de todos los estadounidenses.

En Kiev, faltan cinco minutos para la medianoche. Las armas van acallándose. La contraofensiva, al igual que la tierra, se congela. De las manos de estos decision makers pende la vida o la muerte de esa patria mundial de la libertad que es hoy, más que nunca, el país de Zelensky.

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Por falta de tiempo, no viajaré a Filadelfia. Ni a Seattle. Ni a Sedona, en Arizona. Ni a la tejana Austin. Como tampoco a Chicago. Ni a ninguna de las demás ciudades en las que el Cohen Media Group proyecta este filme de origen francés, producido gracias al interés de una cadena pública gala a partir de mi libro Ucrania en el corazón, rebautizado ahora Glory to the Heroes [Gloria a los héroes].

Donde sí acudo, en cambio, es a Los Ángeles. Al fin y al cabo… ¡es Los Ángeles! Hablamos del lugar donde se crean, programan y proyectan las mejores películas del mundo. Es la meca del cine por antonomasia, y nada me parece más deseable que mostrar el trabajo de mis compatriotas en unas salas de cine que, como sucede con el Nuart o, una vez más, con el Landmark, han visto nacer hitos de la gran pantalla como Sunset Boulevard, la Short Cuts de Robert Altman o Chinatown, por no hablar de los magistrales largometrajes de Robert AldrichJohn Cassavettes y Michael Curtiz.

Los Ángeles es, además, el escenario donde se desarrolla la historia de Perro blanco, de Romain Gary. Y, sumado a todo eso, esta enorme megalópolis entregada en cuerpo y alma al séptimo arte, bajo sus fachadas estilo Golden State y su aroma Sea, Sex and Sun al que cantaba Gainsbourg, es también una ciudad política de primer orden que ha visto surgir y decaer a los presidentes de Estados Unidos más rutilantes de los últimos cincuenta años —de Kennedy a Biden, pasando por Obama y el hollywoodiense Reagan—.

Qué enorme alivio supone visitar una ciudad donde a uno ya no lo asaltan, de repente, preguntas como estas. ¿Qué deberíamos pensar en Europa de las reglas de adhesión a la OTAN? ¿Cuánto cuesta a las familias estadounidenses enviar armas a un pueblo que libra por nosotros la batalla de la libertad? ¿Tendremos que elegir, en la guerra mundial que se cierne, entre apoyar a Ucrania o a Israel? Por fin, completado este American tour, la fundación Stand with Ukraine me depara la fantástica sorpresa de concederme su recognition award —un honor que, de nuevo, solo podía depararme una Ciudad de Ángeles—.