Ignacio Camacho-ABC
- Aragonès ha ido a Madrid para apremiar con mucho ‘seny’ un educado diálogo sobre la destrucción del Estado
Se fue la otra tarde Pere Aragonès al histórico Club Siglo XXI y en tono muy comedido y amable, como correspondía al escenario, repitió la tramposa matraca con que el separatismo viene encubriendo su proyecto de destrucción de la convivencia en Cataluña y en España. La de que los catalanes tienen ‘derecho a decidir’ sobre su independencia y que Madrid -sinécdoque nacionalista del poder constitucional español- tiene en algún momento, a ser posible pronto, que «atreverse a ganar» (o a perder) un referéndum a tal efecto. También deslizó con mucha cortesía una amenaza al Gobierno que su partido apoya, diciéndole que se le acaba el tiempo. Todo ello envuelto en adjetivos como «democrático», «pacífico» y demás retórica de buen sonido en la que sin embargo incrustó con frecuencia la palabra «conflicto», término con que los partidarios de la secesión definen el enfrentamiento civil que ellos mismos han promovido convirtiendo en categoría política un problema ficticio. Nada nuevo, en suma, salvo el suave celofán verbal de las apelaciones a un diálogo sobre el presupuesto básico de negociar con mucho respeto y urbanidad la ruptura del Estado. Y siempre bajo el apremio admonitorio de un cordialísimo ultimátum. Más o menos como Vito Corleone cuando cenaba de smoking con sus colegas italoamericanos para proponerles ofertas que no admitían rechazo.
Lo que el presidente de la Generalitat no dice en su educado alegato es qué piensa hacer si su reclamación no tiene éxito. O más bien cuando se canse de esperar porque ni siquiera el Sánchez más obsequioso y dispuesto puede otorgarle lo que la Constitución impide en su Artículo Primero. Sí, en el primero, el que define al pueblo español como única fuente de soberanía, no en los que tratan de eventuales convocatorias de referendos. Aragonés sabe, aunque trata de ocultárselo a sus correligionarios más irredentos, que sólo existe un sujeto soberano, que la autodeterminación no cabe en el actual ordenamiento y que en el caso hipotético -en realidad imposible- de que esa consulta se pudiese celebrar lo esencial no sería quién la ganara y quién la perdiera, sino el reconocimiento de un derecho de los territorios a emanciparse por su cuenta. La cuestión es hasta dónde o hasta cuándo piensa el independentismo mantener ese mito para agarrarse al poder autonómico con la complicidad del sanchismo. Y la respuesta es que hasta que los continuos privilegios que sus alianzas le conceden le permitan ensanchar la base social suficiente para reabrir el ‘procés’ apoyado en una mayoría -demográfica, no electoral- que ahora no tiene. Todo con un espíritu de mucho ‘seny’ y tal, con apariencia civilizada, flexible, paciente. Pero sin moverse. Ya lo hemos visto otras veces. La diferencia es que ahora han encontrado a un gobernante capaz de declararlo socio preferente por una irresponsable confluencia de intereses.