Javier Tajadura-El Correo
Un monarca debe tener en todo momento una conducta ejemplar. Pero resulta inadmisible trasladar la responsabilidad de Don Juan Carlos a su hijo
Con su salida no sólo del complejo de la Zarzuela – residencia oficial del jefe del Estado- sino también de España, el rey emérito ha prestado un último servicio a la institución que encarnó durante casi cuatro décadas y al país en su conjunto. Se trataba de una decisión obligada y esperada ante la comprensible indignación provocada por las noticias relativas a sus peligrosas amistades y a presuntas irregularidades financieras. Ahora bien, para no incurrir en un formidable e inmoral ejercicio de falsificación de la realidad y de la historia, hay que reconocer que la turbulenta y desordenada vida privada de Don Juan Carlos -que implícitamente reconoce en su comunicado del lunes- fue compatible con un desempeño ejemplar de sus funciones públicas como jefe del Estado. A pesar de su escasamente ejemplar comportamiento privado, durante su reinado y gracias al régimen que contribuyó a crear -la monarquía parlamentaria de 1978-, España ha vivido los 40 mejores años en términos de libertad y bienestar de toda su historia.
Esta doble dimensión de la figura de Don Juan Carlos es la que debería determinar su futuro personal y su lugar en la Historia.
Respecto a lo primero, podemos decir que con su decisión del día 3 el rey emérito pasará la última etapa de su vida alejado de España. Por supuesto que como cualquier otro ciudadano estará a disposición de la justicia y su marcha en modo alguno puede ser interpretada como un intento de eludir la acción de aquella. Los millonarios regalos recibidos por Don Juan Carlos son impropios de un jefe del Estado pero no es previsible que se le pueda exigir responsabilidad penal alguna por ellos. El artículo 56.3 de la Constitución establece que «la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad». De la misma forma que en Bélgica, Holanda o Dinamarca, la Constitución presupone que el jefe del Estado no puede delinquir. Si lo hiciere o incurriese en cualquier otro comportamiento impropio, la única solución es la abdicación.
Eso es lo que ocurrió en junio de 2014. Los comportamientos poco ejemplares del Rey erosionaron su prestigio y autoridad y fueron la causa de su abdicación. Ahora bien, hasta el 18 de junio de 2014, el Rey -de la misma forma que otros monarcas parlamentarios o jefes de Estado republicanos- estuvo protegido por una inviolabilidad que es absoluta, opera frente a todas las jurisdicciones y abarca la totalidad de actos y omisiones realizados mientras fue Rey. Por ello es evidente que por todos los regalos recibidos antes de esa fecha no se le puede exigir responsabilidad penal alguna. No cabe hablar, por tanto, de comisiones ni de cohecho alguno.
Por la misma razón no hay delito de blanqueo de capitales puesto que este exige que el origen del capital blanqueado sea delictivo. El único delito que eventualmente se le podría imputar al rey emérito es el fiscal (a partir del 19 de junio de 2014). Y frente a este, como cualquier otro ciudadano, Don Juan Carlos puede realizar una regularización fiscal voluntaria (art. 305 del Código Penal) para eludir la acción penal.
Por todo ello, podemos decir que con el comunicado del lunes y su marcha de España se cierra definitivamente el proceso iniciado en junio de 2014 con su abdicación.
Abdicación mediante la que, de facto, el Rey asumió sus responsabilidades políticas por los errores cometidos. Con su marcha de España, hace explícito lo que en 2014 estaba implícito. Y de esta forma, establece un distanciamiento absoluto y definitivo con la institución para evitar que sus enemigos lo utilicen para atacar y erosionar el reinado de su hijo.
Por lo que se refiere al lugar de Juan Carlos en la Historia, la sociedad, el Gobierno, las Cortes y todos los poderes públicos, en general, deberían tener la suficiente altura de miras para diferenciar la vida privada del monarca de su legado histórico y político. La marcha del rey emérito no debe conducir a una suerte de ‘damnatio memoriae’, en virtud de la cual los romanos condenaban y erradicaban el recuerdo de un gobernante caído en desgracia. Las calles, plazas, avenidas, hospitales… que llevan el nombre del rey emérito deben conservarlo. Porque el rey emérito -ahora en un exilio voluntario- fue uno de los principales protagonistas y artífices de la Transición democrática y de la Constitución del 78, un actor clave para abortar el golpe de Estado del 23-F, un extraordinario embajador de España durante décadas.
En todo caso, la lección es clara, un rey debe tener en todo momento una conducta ejemplar. Don Juan Carlos no la tuvo y está respondiendo por ello. Lo que resulta inadmisible es pretender trasladar esa responsabilidad a su hijo.