Luis Ventoso-ABC

  • Pese a sus errores, el Rey que salvó la democracia debería volver a su país

Pues no: en ninguna democracia de nuestro entorno se expulsa de su país a un antiguo estadista por un mal comportamiento que no ha sido sancionado por los tribunales. Y es más, cuando media una condena judicial, tampoco.

El Palacio del Elíseo no ha sido el templo de la virtud. Allí pernoctó el altivo Giscard, y con él, los polémicos diamantes de sangre que le regaló Bokassa, carnicero acusado hasta de canibalismo, pero al que el presidente galo trataba de ‘hermano y amigo’. Mitterrand practicó el terrorismo de Estado volando un barco de Greenpeace y cursó órdenes de espiar a 150 adversarios políticos. Chirac fue acusado de varios casos de corrupción. La justicia estableció en 1999 que como presidente no

podía ser juzgado. Pero cuando dejó el poder fue condenado a dos años de cárcel. Sarkozy está en tribunales por intentar comprar a un juez y porque el mismísimo Gadafi le habría costeado una campaña. Por supuesto al destaparse esos escándalos a nadie se le pasó por la cabeza obligar a Giscard, Mitterrand, Chirac o Sarkozy a dejar el país e instalarse en La Guyana a modo de castigo ejemplar. Tampoco a los británicos se les ocurriría desterrar a la isla de Santa Helena al tarambana príncipe Andrés, envuelto en un pestilente caso de abuso de menores. De hecho, el tercer hijo de Isabel II sigue residiendo en un palacio real de 30 habitaciones en el parque de Windsor. En 1976, el turbio príncipe Bernardo de Holanda, marido de la Reina Juliana, fue pillado en un caso de soborno de libro: la compañía Lockheed le pagó un millón de dólares para que favoreciese la compra de sus aviones. Nadie lo echó de su país.

El Rey Juan Carlos asumió y pagó sus malos pasos con su abdicación el 2 de junio de 2014. Posteriormente, sus desmanes económicos también fueron sancionados, pues su propio hijo, Felipe VI, le retiró la asignación pública y renunció a su herencia en marzo del año pasado. El viejo Rey no ha sido formalmente encausado hasta ahora. Pero Sánchez necesitaba una cortina de humo que distrajese de su negligente gestión del Covid. Así que pisó su acelerador mediático y convirtió los supuestos errores -muchos ciertos- de Juan Carlos I en epicentro del debate público y presionó para echarlo de su propio país, lo que acabó sucediendo en agosto. Hoy se cumplen 40 años del 23-F. La Prensa española, que es mucho mejor de lo que ella misma cree, ha publicado varios trabajos de interés sobre el golpe de 1981, incluida la estupenda cobertura de ABC. Y no hay periódico que no reconozca que hace 40 años Juan Carlos I salvó nuestra democracia. Por eso, como español -y espero no ser el único-, me duele ver al héroe de aquel día desterrado de facto en Abu Dabi y acogido a la caridad árabe mientras el Gobierno toma la parte por el todo y anula el recuerdo de su crucial contribución al bienestar de España. Iglesias, enemigo declarado de nuestra democracia, estará hoy en el Congreso en el acto que recuerda el triunfo de la libertad en el 23-F. Pero el héroe de aquella noche ha sido forzado a vivirlo lejos y sin reconocimiento. Mal vamos.