MIQUEL ESCUDERO-EL CORREO

No sé cuántos recordarán a Fernando Díaz-Plaja, historiador barcelonés que falleció hace diez años. Llegó a vender más de un millón de libros de ‘El español y los siete pecados capitales’, un ensayo que fue traducido a varios idiomas. Era un hombre afable y jovial, que divulgó buena documentación y que contó sabrosas anécdotas de sus experiencias viajeras. El año en que murió Franco, publicó ‘Mis pecados capitales’ y en una de sus páginas se preguntaba cómo le gustaría pasar a la historia literaria de España; una señal inequívoca de que creía merecerlo. De manera que se atrevió a exponer este epitafio para su tumba: «Dedicó su vida a colocar ante los españoles un espejo que les diera una imagen más clara de lo que son para que corrigieran los defectos que ignoraban. Los españoles le aplaudieron mucho, dijeron que tenía toda la razón… y siguieron exactamente igual que antes».

Su voluntad pedagógica, a prueba de aplausos, fue festejada por sus lectores. Les había hecho sonreír, pero él creía que poco más. ¿Alguien duda de que esas líneas valdrían también para un gentilicio que no sea el de ‘español’? Obviar la condición humana e insistir en clichés y estereotipos nacionales, asumirlos a pies juntillas sin sentido crítico, nos instala en errores fatídicos. Para promover cambios positivos hay que saber conectar con una raíz personal.

A veces hallamos gente que nos da lecciones discretas y memorables. Pienso en los vigilantes de las salas de arte que visité hace poco en Zaragoza: el Museo Goya y el Museo Pablo Gargallo. Di con unas jóvenes competentes, eficaces y atentas. Las aplaudo con gratitud y esperanza por su trato exquisito.